miércoles, 21 de diciembre de 2011

Marte y Venus


Hace poco me contaron que quienes tienen en sus cartas natales mucho Marte se interesan por los fierros, los aceros, los metales, las roscas, etc, etc. Me dijeron también que para sopesar la carga metalera, estas personas tienen que conectarse con su Venus (planeta benéfico, del amor y los rosados) e intentar el equilibrio necesario para tanta tuerca.
Me acuerdo de un best-seller: "Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus". Digo, para explicar más la astrocosa.
La astrocosa es la siguiente: hoy, a la tarde, un calor digno de Pampa del Infierno (ver mapa de Argentina) paso por un taller mecánico, por el cual habré pasado ¿cien veces? ¿ochenta y cuatro?
Al lado del chapa- pintura, hay un local con la persiana siempre baja, lo que queda de vidriera rememora una vieja, viejísima, heladería que ya murió y en síntesis, es un local olvidado.
Pero, hoy, precisamente, hoy, con este calor infrahumano, tenía la puerta abierta.
Casi sin querer, al pasar, vi que las paredes de este espacio pequeño, estaban totalmente tapizadas por mega posters de mujeres desnudas, tapas de revistas "Hombre" y tetas y culos por doquier.
Las cucarachas salen de sus escondites con el calor. Es una fija horrible. ¿Este local abrió su puerta para ventilar su Venus? Queda demostrado lo que me dijeron cual científicos orgullosos.
Marte busca a Venus; en consecuencia: los talleres mecánicos siempre, visibles o no, necesitarán de sus chicas malas.

Flor de descubrimiento.

martes, 13 de diciembre de 2011

Té de menta


Pasábamos los veranos enteros en la casita de la playa. Nos íbamos después de Año Nuevo y recién volvíamos, cabizbajas, cuando empezaban las clases. No existía el protector solar. Mi mamá nos cocinaba al sol, y apenas usábamos unos sombreros de jean azul oscuro que ella nos había cosido.
El pueblo era y es bastante feo, pero, para ese entonces, el asfalto no había llegado, y las calles de arena le daban al paisaje que se veía por la ventana un toque virreinal o, al menos, de expedición a la Pampa. Más aún cuando los gauchos de la estancia Los Ingleses venían en sus caballos a buscar a mi vecino Juan. Doblaban por la esquina levantando una nube de polvo tal que parecían salidos de un sueño. Mamá decía que lo hacían para impresionar a los de la capital, en este caso, nosotros.
A mi hermana, en ese tiempo, hermanita, le daban miedo los caballos. A mí no. Por eso, cuando los gauchos entraban en la casa de Juan, aprovechaba y cruzaba la calle de arena para acariciarlos, hasta que alguien venía a tironearme del brazo, diciendo que me podían patear. Me acuerdo que uno de los caballos era tuerto, y que tenía un parche negro como el de un pirata. Yo le hacía caricias en el cuello y me parecía que era feliz, porque se quedaba quietito y cerraba su único ojo.

Aunque me gustan los días de sol, debo confesar que los recuerdos de mi infancia se recortan principalmente sobre una serie de días nublados o de lluvia. Muchos puedo todavía describirlos con precisión.
Cuando estábamos en la playa y hacía frío nos quedábamos en casa y mi mamá y mi abuela aprovechaban para hacer rosquitas. Ellas preparaban la masa y nostras nos dedicábamos a fabricar anillos. Mientras se freían, me mandaban a cortar mentitas.
Solo tomábamos té de menta esos días. Las plantitas crecían alrededor de la casa, entre la vereda que la bordeaba y sus paredes. Parece que con poca tierra se conformaban.
Una tarde se me ocurrió inventarle a mi hermana que había visto un enanito atrás de las mentas.

-¿Pero cómo que había un enanito?
-Sí, cuando fui a arrancar unas hojitas, me saludó.
-¿Y cómo era?
-Chiquito
-¿Era bueno?

El cuento del enanito de las mentas empezó a crecer tanto que, algunas veces, cuando iba con mi canasta al almacén de Coca, me parecía ver que algo caminaba entre ellas.
El año que asfaltaron la calle dejaron de salir. Por eso, cuando me dijiste:

-Yo tenía una plantita de menta, pero me dediqué a matarla poco a poco.

No te dije nada, pero me quedé pensando que no deberías, por si al enanito se le ocurre volver.


Lely a Dou ra


sábado, 19 de noviembre de 2011

Hay un gitano
























Llevo un turbante en la cabeza. Voy a dejar una taza a la cocina y pregunto:

-Che, ¿lo escucharon al gitano?
-¿Qué gitano?
-Uno que canta tipo Gypsy Kings.
-En los días de mi vida.
-Qué raro, hoy es la segunda vez que lo escucho. La primera, pensé que era el portero que tenía la radio muy alta.

Son más o menos las dos de la tarde.
Vivo en esta casa hace poco más de un mes. Lo raro es que lo que les voy a contar no me pasó en cuanto llegué a la casa, sino hace un par de días o una semana. Es esperable que a lo largo de este mes me haya duchado unas treinta veces (una por día), o unas veintiocho, si cuento los domingos que me quedo en pijama hasta el lunes a la mañana. Pero nunca lo había escuchado.
Sin embargo, hace unos días o una semana cantó para mí. Entró por la ventana del baño, mientras estaba en la ducha, un cantejondo barrial, muy visceral, debo decir, y también macarrilla, muy Torrente. Y este es todo un punto, porque el portero de esta casa podría tranquilamente ser uno de los integrantes de las pandillas de las pelis de Torrente. De él hablaré otro día.

-¿En serio que nunca escuchaste al gitano desde la ventanita del baño? A mí ya es la segunda vez que me toca mientras me ducho. La primera fue Bamboleiro y creo que también Mi Jaca. Esta de hoy ya no la conocía.

-¿Y te has fijao de donde venía, digo, la voz?
-Abrí la ventana, pero no sé, de algún costado.
-Imposible. Joé, si la señora del D debe tener setenta años, al menos.

Tendrá un amante gitano, de esos que venían por el olivar, bronce y sueño, pienso. Pero la voz de O suena incrédula y, por eso, me voy de la cocina sin prepararme el mate. Más tardé volveré.
Y mientras tanto camino hacia mi cuarto con la toalla en la mano y el pelo todavía pingando: No es la radio, porque a veces dice ole, o para y arranca de vuelta. No es mi imaginación, porque la canción de hoy no la conocía.

No me lo pude inventar al gitano. Puedo inventarme muchas cosas. Pero al gitano no.


Doura, Lelia

martes, 1 de noviembre de 2011

Me gusta decir gracias


El día de la defensa de mi tesis no tuvo nada de excepcional, salvo que estaba defendiendo una enormidad de objeto de estudio en el que hacía años buceaba. Pero no hubo nada de paranormal o mágico en ese día. Alguna vez, cuando recién había empezado la carrera, me había imaginado en las caras de un tribunal maldito y avaro. El mío tuvo un poco de todo. Y nada más.
Pensé en lo místico del día, 15 de octubre, santa Teresa, las mujeres escritoras, el levitar, mi apego algo desmedido por la ciudad de Ávila y los veranos de estudio (y desamor) que allí pasé.

Eso sí, desde el momento en el que estaba sola en el baño, con los papeles por el piso, a las cinco y media de la mañana, repitiendo mi discurso mientras la Antonia me gritaba "frikiiiiii" desde su cama y se tomaba una dormidina para no soportar mi nerviosismo, hasta el momento en el que me senté en la silla de defensa, me parece que pasó una eternidad. Océanos de tiempo. Minutos como granitos de arena en el reloj que estaba en la casa de mis abuelos en Avellaneda. Nada como hacerlo girar, bajar las escaleras, y comprobar que aún no había acabado de caer la arenita. Felicidad de domingos.
Bajamos al bar en semi-pijama hacia las ocho. Repetí la lección con el café con leche con tostada mantequillada por demás sentada en la barra. Antonia fumaba (todavía se podía) y se reía de mí.

-Jaaaaaaaaa

Subimos a la habitación del hotel, me maquillé, encremé, perfumé (estas rutinas son más que habituales en mí), me puse mi vestido y mis guantes negros. Y listo. Ah, el vestido llevaba unos veinte años viviendo en diversos placards. Lo compré cuando empecé a salir con Enrique (en una de esas tantas veces fallidas) en un negocio que en ese entonces era "de marca", y en oferta. Lo arreglé (me hacía un defecto en mi traste redondo) y lo usé una sola vez no me acuerdo para qué. La segunda fue la del día de la defensa.

Los seis del tribunal, mi director, la Antonia y Pepe. Y yo. Nadie más. Sala de Juntas. Cortinas de terciopelo bordó. Muebles antiguos, enormes, tapizados en verde, y muy decimonónicos. Cuadros con los señores más eruditos del reino y el rey a la cabeza, faltaba más. Sala a media luz con lamparitas en forma de gota como las de la araña de mi casa, una mesa larga, frío (acentuado en mi caso por los nervios).
Todo muy medieval, muy románicas. Como tenía que ser, cuatro gatos locos en una sala oscura y antigua. Ni una sola foto, ni un chiste. Seriedad y oscuridad. Debate erudito de "esto le faltó, esto esta muy bien" versus "esto no lo hice porque tengo mis razones (y estoy compuesta y sin novio), esto ya sé que está bien, y lo que no está bien tiene también su razón". Aplausos y a comer.
Solo hubo una cosa rara, que es lo que aquí vengo a contar, porque esto no sería B de Bien Bizarro ni yo sería yo si no contara algo con olor a raruno.
Una aparición extraña. Yo la vi por el rabillo del ojo izquierdo (el más miope), pero no atiné a retener la imagen. Antonia la vio mejor.
Hubo un momento en el que se abrió la puerta principal, momento dos hojas de madera rechinando y un picaporte de bronce que gira. Una mujer joven entró y se sentó en los sillones verdes. Creo que tenía unos pantalones color rojo, pero a lo mejor, al igual que al narrador-protagonista del Aleph, a mi también me aqueja esa memoria porosa para el olvido.
Estuvo allí un buen rato mientras yo hablaba. Puedo imaginar ahora que me observaba y se sonreía, aunque tal vez apenas miraba. No sé cuándo, pero antes del debate del jurado se marchó. Mientras caminábamos hacia la salida, ya acabado el paripé y dispuestos a enfilar hacia el restaurant, varios de los integrantes del tribunal me interrogaron acerca de la extraña dama que entró mientras yo defendía mis papeles. Nunca lo supe, pero siempre me resultó cercana. Aún hoy podría decir que sin conocerla la conozco. No sé si había venido a llevarme o a visitarme. Sea como fuere, siempre creí que debía agradecerle por escucharme, por estar ahí, sentada en esos sillones verdes, a media luz, mientras afuera el sol brillaba.

Gracias.

Lelya

viernes, 14 de octubre de 2011

Compu culpa


Escuchado al pasar. Una docente tiene un alumno que tiene dificultades motrices y tiene una computadora en el aula porque le resulta difícil copiar a mano. Entonces, el mundo ciber es una ayuda.
Este niño entró en el estallido adolescente en estos meses y dicen que está fatal.
Además, no queda muy políticamente correcto señalarlo pero... la historia reza lo siguiente...
Este niño tiene algunos problemas para hablar y sus compañeros lo entienden mejor que sus docentes y muchas veces "lo traducen". Es cierto que sus compañeros lo adoran y que él se lleva a las mil maravillas con todos.
Es cierto también que cuando el niño explica el por qué de sus inconductas, la mayoría de los docentes no comprenden qué está diciendo y optan por decirle: está bien.
Parece ser que dicho niño se levantó, en el medio de una clase de matemática, y abrió el sweter de un compañero con una tijera, con el objetivo de volcar una catarata de papeles, en las anchas espaldas de otro niño. Y lo hizo.
La docente a cargo, lo sacó del aula para que fuera a "conversar" con las autoridades. Entonces, el lugar del niño quedó vacío y una niña, se sentó allí.
Minutos después, la docente a cargo paseaba por el aula, explicando los equiláteros y se acercó al banco del niño expulsado donde estaba la computadora.
No se sabe cómo pero la compu cayó al piso, se rompió una de sus aristas y quedó titilando hasta que pareció volver a la normalidad por un rato y luego se fue a negro.
Ante la situación, los niños quedaron en sepulcral silencio y luego, se acercaron en manada a ver los restos del costado de la compu y echarle la culpa a la docente. Nunca se supo si fue ella o la niña que malamente ocupada el sitio del expulsado, quien al mover su cuaderno y copiar lo que la profesora decía, empujó la compu al abismo.
En ese interín, otros niños salieron del aula para ir a buscar al expulsado y contarle que la profesora había roto su compu. El niño expulsado entró furioso al aula y en su media lengua, puteó a la profesora, quien todavía no sabe si fue ella, la otra, el compañero de banco del expulsado, una ventolina que arrasó con papeles y tizas o telekinesis.

Flor de escucha.......sh

martes, 11 de octubre de 2011

Jump in the fire


Ayer estaba leyendo al sol en una de las mesas de fuera del bar de los viejitos. Hacía, y hace, ahora, a las dos de la mañana, bastante calor. Les comento que esto es inusual en la mayor parte de este continente, mejor dicho, es inaudito en esta época del año, cuando las montañas empiezan a enfriarse. Pero yo vivo en un lugar sin reglas, donde el verano viene cuando se le da la gana, y si no, no viene y se manda a mudar a otra geografía.
Bueno, la cosa es que estaba yo leyendo un pasaje de la Crónica de Pedro el Cruel, cuando pasó un coche de esos decorados para novios. Tipo limousine, negro brillante, con un gran lazo rosa en el techo y flores blancas. Horrendo. Pasó como zumbido por la callecita y después solo se escuchó cómo muchos vidriecitos se rompían y alguna lata rodaba. Se había estrellado contra uno de los contenedores de basura.
Una nube de olor a pescado cubrió mi nariz.
Mientras yo recogía mis libros y enfilaba hacia la barra del bar, el conductor se agarraba la cabeza (calva) y aventuraba que los novios no iban a poder salir de la iglesia como Dios mandaba (¿en coche decorado?).
En la barra, tomándose un café muy negro, estaba la fascista. Con sus calzas negras y su coleta llena de rulos pelirrojos.

-A mí es que lo de casarme nunca se me dio bien.

Temí preguntarle el porqué. La imaginé amenazando a su(s) marido(s) con un magiclick rojo, cabreada porque ese día no quería preparar tortilla de patatas.

En el camino que va desde el bar de los viejitos hasta el parking pensé en mi amiga C, que es una romántica y una defensora del amor conyugal. Hace muchos años le contaba en un mail que en Madrid la calle de las putas, la de la Montera (vaya nombre), coincide con el de la calle de las tiendas de vestidos de novias. A ella le había resultado un comentario deprimente. Contame algo más lindo, me pedía en su respuesta. Yo le dije que ya lo había dicho el Arcipreste hace siete siglos: "En la cama muy loca, en la casa muy cuerda", pero C no me creía.

-Si descreés en el amor, el amor nunca va a creer en vos.

Uy, a lo mejor tenías razón...pero es que, C, pasaron tantos miles de años que... Pensaba en esto cuando Gerarda me interceptó en la puerta:

-Cariño, nos hemos quedado sin electricidad. Corte general en la zona. Un contenedor de basura tiro abajo un poste de luz. Algún borracho al volante, seguramente.
-No te preocupes, ahora te presto mi vela de San Antonio.

L-e-l-i-a D-o-u-r-a

jueves, 18 de agosto de 2011

Qué Queja, Vieja Carqueja

Unas 20 personas forman una fila para sacar entradas. Una tarde de sábado excepcionalmente fea y linda para ir al cine. Adelante nuestro una mujer con ojitos y nariz y boca de cirugía, sopla y resopla. Bufa embroncada por la cantidad de gente y explica -sin que nadie se lo pida- que no llega al horario de su película, que la fila no avanza, que los empleados son un desastre, que no llega, que no puede, que no da. Uffff, un dilema ¿no?
En eso, mientras seguimos en la espera, lanza un: ¿podés creerlo? la que está sacando entradas ahora, tiene puestos unos guantes, así va a tardar el doble. ¡No, no se pueden poner guantes si van a sacar dinero a mano!
Miro al frente y una mujer con guantes que simulan reptil o quizás lo sean de verdad, saca pausadamente los billetes.
En eso, arremete con un: ¡Ay dios! Estoy a punto de irme.
Y bueno, amor, andáte...
Por fin le llega su turno pero al empleado se le acaba el rollo de papel para imprimir las entradas y debe ir a buscar uno y más tarde, deberá ser ayudado por un compañero porque le cuesta colococarlo. La queja-carqueja explota: ¡Hace dos meses que todo me viene saliendo así de mal! Soy yo, ¿será posible?, ¿este es el único sistema que tienen?. No llego, no llego....
Le dan las entradas y sale veloz hacia la sala mientras grita al acomodador: Espere, por favor, espere.

Flor del aire (a volar).

lunes, 1 de agosto de 2011

Las dos señoras vampiro


Yo siempre pensé que en mi vida conocería a una sola señora vampiro. Y que con eso sería suficiente. Pero no.
Creo que alguna vez les conté de la primera señora vampiro, que con el tiempo se transformó en una gran amiga.
A la primera señora vampiro la conocí en el viejo edificio del Barrio de las Letras. Uno de los mejores sitios en el mundo para conocer a un vampiro. Su despacho estaba una planta más arriba que el mío. Y es uno de los espacios más oscuros, fríos y caóticos que hasta ahora conocí. Hasta abrir esa puerta pensaba que el tabaco más reconcentrado lo había olido en un bar metalero del Bajo Flores hace unos quince años. Pero no.
Esta señora vampiro tenía siempre un hambre voraz. Fuese la hora que fuese. Cuando, algunas veces, tomábamos el café de las once juntas, devoraba lo que se le sirviera en la mesa. Migas, cualquier trozo de comida podía caer de su boca en cualquier momento. Comía y hablaba. Una vez me la encontré en una vieja biblioteca de Lisboa y fuimos juntas a un viejo bar. Nunca, ni yo ni el pobre señor gordo dueño del bar, vimos a alguien engullir tantas croquetas de bacalao. Esta señora vampiro, puedo afirmar, me aprecia grandemente. Lo veo en sus pequeños ojos cada vez que coincidimos en algún sitio y nos despedimos.
Un año después de conocer a esta señora vampiro conocí a la segunda señora vampiro. Esta, al igual que la primera, era bajita y usaba ropa de hace más de treinta años. O cuarenta. Se bañaba, también, poco. Y el desorden reinaba en su despacho. Un desorden premeditado en una oscuridad conocida. Pero, al contrario de la primera, esta señora vampiro jamás comía. La conocí en el campus de la universidad. Y tomé varias clases con ella. Puedo decir que era una de sus alumnas favoritas. Y todo porque en una clase mencioné a Vlad Tapies. En ese momento nuestra complicidad quedó sellada. Y compartimos muchas charlas en los pasillos y hasta en el metro. Pero nunca, jamás, tomamos un café juntas. De hecho, nunca me la crucé en la cafetería ni en la máquina del hall, tampoco la vi en ninguna de las cenas de fin de año a las que, religiosamente, todos asistíamos. Esta señora vampiro también me aprecia bastante. Aprecia mi condición de extranjera y, estoy segura, el hecho de que yo sé quién es ella.
Las dos huelen muy raro. Creo que a vinagre, sí, a vinagre y a algo más que no sé bien qué es. Y son muy feas, son casi pequeños animales nocturnos. Por boca tienen un hocico. Y mucho pelo. Deben ser almas solitarias.
Yo pienso que estas dos señoras vampiro pertenecen a dos estirpes diferentes. Tal vez enemigas, enfrentadas, dos tribus cuya sangre jamás podría mezclarse. Y esto no es ninguna película taquillera de adolescentes vampiros. No, señor. Una sola vez coincidieron, y fue por un evento que yo convoqué. Apenas se miraron. Entraron juntas y se sentaron, una alejada de la otra, y de frente a la puerta principal. Un silencio ancestral y gélido cortó la conversación del salón de grados hasta que el decano comenzó su discurso.
A lo mejor, en vidas anteriores fueron dos bellas gitanas enamoradas de un licántropo. Pero esto jamás podremos comprobarlo. Ellas no me lo van a contar. Tendré que soñarlo.

Hace poco conocí a un señor vampiro. Un viejo y jorobado señor vampiro que todos los domingos da un concierto de campanitas desde lo alto de la torre de una iglesia. Pero eso queda para otro día en el que haya menos tinieblas.

Lellya Doura

viernes, 8 de julio de 2011

Perros del diablo

Hay dos perros en la cuadra que remiten al apodo Piel de Judas.
Uno es negro, el otro amarillo. Ambos, horribles.
Van siempre juntos y haciendo- je je- perradas.
Salís a la vereda y si los ves, ya se vienen corriendo y chumbando como metiendo miedo.
No le tengo miedo a los perros pero confieso que no son pocas las veces en que los veo y me cruzo de vereda para no pasar juntando el aliento a su lado.
Si ven pasar a otro perro o si chumba algún vecino ( y conste que hay un doberman de los duros en la esquina) se hacen los gallitos y dan vueltas alrededor de la víctima.
Son los perros patota.
Son la amenaza canina encarnada.
Son muy feos y malos y van siempre juntos.
No sé si tendrán un amor enfermizo o si hay parentesco de sangre canina, lo que sí sé es que estoy esperando que alguno palme o que se muden porque son decididamente insorportables.

Flor sin serendidad

domingo, 3 de julio de 2011

Ronda nocturna


En alguna ocasión les conté sobre el bar de los viejitos o sobre el gigante, también sobre el limpiador de vidrios, Estrella, o los de la 102. Hoy les voy a hablar de otro viejito, el del almacén. Almacén es una forma de llamarlo, porque aquí es tienda o ultramarinos, solo que para mí tienda es otra cosa y ultramarinos no es nada. Entonces digo almacén. Como el de mi abuelo. Y el viejito no está lejos -en su oficio- de mi abuelo, a pesar de que mi abuelo fue hermoso hasta cuando estaba en la cama en el hospital. Y abría sus ojos celestes y te decía "bonita". El viejito del almacén también me llama "bonita" pero yo no sé cómo llamarlo ni cómo se llama.
El almacén está siempre abierto. Podés ir cualquier día del año que el viejito está. Entrás a un espacio minúsculo repleto de cajas, paquetes, cajones de fruta. Suena uno de esos timbres que se activan al pasar la puerta y el viejito sale de entre una cortina de plástico, de lo que supongo que es su casa. Nos divide un mostrador con chorizos, pan y alguna tarta. Y moscas, como en cualquier almacén de viejito. También está su gatito negro, adorable, que e las tardes de sol (que no son muchas) sale a dormir la siesta a la calle.
¿Que cómo es el viejito? Rosado, muy rosado, poco pelo y pocos dientes, y una barriga más que prominente.
Yo suelo ir los sábados o los domingos a la tarde a comprar las cosas que son pesadas (la leche, el agua), y que no quiero cargar desde el super. Además, así tengo una excusa para que alguien, una vez a la semana, me llame "bonita".
Una tarde, el viejito me contó que había estado en Buenos Aires.
-Hace muchos años. Tú debías ser pequeña.
-¿Fuiste a pasear?
Y ahí me dijo que él había sido bailarín. Y que había recorrido el mundo con un ballet al que calificó como importante.
Confieso que, en un principio, pensé que me estaba haciendo un chiste. Entiéndase que el viejito no es muy alto ni muy estético en sus proporciones. Tampoco hoy, entre los chorizos y las coles, me lo imagino levantando los brazos como un cisne o tomándose de las manos con sus compañeros. Pero tengo que creerle. Es el viejito, y él no me mentiría. Y su descripción de Buenos Aires fue muy precisa.
-¡Qué ciudad más maravillosa! Acabamos la actuación y yo, como siempre, salí a dar mi paseo nocturno. Es que si no, no duermo. Dejé las llaves en la conserjería y caminé hasta la 9 de julio. Hacía muchísimo frío, pero yo iba abrigado. Atrás del obelisco colgaba una luna asimétrica. Helaba. No había nadie en la calle. Por eso me llamó la atención que abajo de un cartel que creo que ponía Drean o Sanyo, durmiera entre cartones una mujer. Lo recuerdo bien, me dijo: hay un gatito negro que espera que lo alimentes.

Leli-a-Doura

viernes, 24 de junio de 2011

Alf y el mate del amor


Hace unos años, volviamos de unas mini vacaciones en el mar en un micro medio oxidado y medio trucho que formaba parte de lo que suelen llamar en las agencias turísticas "el paquete".
Ibamos sentados en segunda fila. Delante de nosotros había una pareja de viejitos, al costado una madre con su hijo y delante de todo, dos mujeres, rubias y teñidas y tomadoras de mate.
La enumeración de los personajes no es meramente ilustrativa ya que dos horas después de la caída del sol, todos ellos darían comienzo a una de las situaciones más bizarras e inolvidables de mi vida.
Las chicas rubias, charlaban en voz alta con el chofer y su acompañante, en un tono de levante:
de qué signo sos, las panzas en los hombres, el estado físico de las que entrenan, chistes y pedidos de boleros. Todo esto mezclado con risas, risitas y risotadas. En eso, la madre del niño les ordenó que bajaran la voz, dijo que su hijo quería descansar, que al día siguiente iba a clases, que bajaran el tono y ya. Una de las chicas arremetió con toda la furia del agua destilada de su cabello: -Vos, de envidiosa porque acá la estamos pasando de diez con los chicos.
Juro que fue así.
La madre hizo que no escuchaba pero la pareja de viejitos se sumó. Casi al unísono gritaron que eran una desubicadas, que bajaran la voz, que no eran conversaciones para un micro y menos a esas horas. La otra rubia, saltó al ring con el pelo casi albino: ¡Déjense de decir boludeces!
El viejo ladró mientras se incorporaba de su asiento: ¡A mí no me insultás, estúpida!
Ondas de amor y paz para todos.
Pasaron las horas y la mayoría de los pasajeros parecía dormir, no había sonidos. Excepto por una voz que venía de adelante que decía: -¿Has visto eso? y el eco de las risas rubias. La pregunta se reiteraba en un tono raro. Pensé que había alguien con dificultades pero mi querido T me dijo que no, que era el chofer haciendo de "Alf" para que las chicas se rieran.
No lo podía creer.
Al rato, el micro se perdió en la ruta y perdimos una hora hasta encontrar la salida. Al rato, el micro se quedó sin nafta y tuvieron que venir a rescatarnos.
Abajo los choferes estaban a las piñas. Aparentemente, uno de ellos, el Alf chistoso, se había olvidado de cargar combustible de tan loco que estaba por las blondas.
Nos pasaron a otro micro y lo último que se escuchó fue la voz de Alf, recordándoles a las chicas que las llamaba, que gracias por los números telefónicos, que el sábado había una fiesta y que había sido un gustazo.

Florence

domingo, 12 de junio de 2011

Cerdo agridulce


Hoy caminaba por la calle cuando me acordé que hace unos años iba caminando por otra calle y me encontré con un ex-novio. Y no un ex cualquiera; el primero de los ex, con todo lo que eso conlleva, allá por la adolescencia más adolecida. La verdad es que la experiencia (la primera), a pesar de ser en un principio divertida y tierna, no había redundado de modo muy positivo. El muy cerdo me había dejado por otra sin siquiera comunicármelo. Jamás me volvió a llamar y yo, por dignidad (soy muy orgullosita), tampoco lo hice.
Y sí, dolida me sentía. Era mi primera aventura amorosa (volvamos con el Arcipreste), y encima fallida.
Una noche de invierno volvía en el auto con mi familia. Mi hermana y yo chupábamos un Pico Dulce. Veníamos de cenar de lo de mi tío, cuando lo vi caminando solo por una calle desértica. Fue igual que en los sueños. Recuerdo que bajé la ventanilla y quise gritar su nombre, pero no me salió la voz. Solo pude tirar el palito del Pico Dulce. Llegué a casa y en la radio estaban pasando una canción de Cinderella. Lloré con la luz apagada y me fui a dormir. También recuerdo que mi mamá, cuando íbamos en el coche, me vio bajando la ventanilla y, siempre suspicaz, me preguntó si conocía al transeúnte:

-Qué feo. Tiene patitas de chancho.

A mí me parecía hermoso, y durante muchos años soñé con volver a verlo.

Pero tuvieron que pasar más de quince para que me lo encontrara una tarde por la calle. Una tarde de frío, muy oscura, en la que iba apurada ajustando las últimas tareas de mi lista antes de la partida. Se quedó mirando para mí. Pronunció mi nombre y me dijo:

-Estás igual.

Tardé en reconocerlo. Un gordo bajito y calvo me hablaba debajo de un sobretodo color negro, mientras el viento se interponía entre nosotros. El frío le dejaba los cachetes rosados como los de un cerdito. Terminamos tomándonos un café en el primer bar de esa calle. Hablamos de todo un poco y convenimos reencontrarnos ese fin de semana, a pesar de que ambos estábamos, de algún modo, comprometidos. Una salida amistosa, nada más.
Y así fue. Solo que ni un solo segundo de ese reencuentro fue "amistoso", y tuve que soportar una cena de propuestas XXX, al mismo tiempo en el que observaba cómo los deditos de este ex entraban en lugares tales como las fosas nasales, conductos auditivos o cavidad bucal. Así, sin más, hasta que se acabó felizmente la comida en los platos y su monólogo libidinoso.
Me dejó en la puerta de casa y ni siquiera se bajó del taxi. Claro, su plan chancho no había funcionado.
Cuando llegué a casa encendí la radio, pero, lamentablemente, ya no pasan canciones de Cinderella. Así que no pude revolver mis sentimientos perdidos. Pensé en poner el CD, pero era tarde y los vecinos podían quejarse.
Hoy iba caminando por la calle y me acordé de otras calles. Paré en un semáforo que está justo en la esquina de un restaurant pequeñito que tiene la carta pegada en la vidriera. Nunca la había leído. Uno de los platos estrella de la casa era el cerdo agridulce.

Douríssima

miércoles, 1 de junio de 2011

Nin creo que lo falle


Hace unos meses sufrí mi última desventura amorosa, que no fue ni mejor ni peor que las otras, ni la más dolorosa ni la más difícil de olvidar. Pero era la última y por eso debía soportarla. Estoicamente, como toda desventura que se precie de ser y como toda chica mala que soy. Pero el invierno aquí es cruel y te regala mil momentos de los tantos fines de semana vacíos para que reflexiones sobre la incertidumbre, la inexplicabilidad, las vidas en otras galaxias y las luces que se ven de noche en el Santo Ignacio de Monte.
En la pared del baño anoté un sábado:

Yo, Johana Ruiz, la sobredich' arçipresta de Hita,
pero que mi coraçón de trobar non se quita
nunca fallé tal omne como a vós Amor pinta
nin creo que lo falle en toda esta cohita.

Se me dio, un mediodía, por empezar a suponer una relación causa-consecuencia en la serie de hechos desafortunados de los últimos años, mientras esperaba que, aunque fuera por unos minutos, Ramón saliera a acomodar el espantapájaros de su huerta (bajo la lluvia) y que su mujer -instantáneamente- lo llamara. Como Ramón era el centro de mis pensamientos había pasado por alto fijarme en la guardería de niños que funciona entre su casa y la mía. Ese mediodía me di cuenta de que había sido en el verano la última vez que había escuchado algunos niñitos gritar en el jardín, saludar a Ramón entre el enrejado, o meterse en la casita de madera. La verdad es que, como parte de la serie de hechos desafortunados, no les había prestado mucha atención. Pero el déficit amoroso siempre lleva a reflexionar acerca de ese lado maternal que es incapaz de materializarse por razones ligadas a la inexplicabilidad o a las luces que se ven de noche en Santo Ignacio do Monte, y debe ser que, por eso, cuando me estaba preparando para ir al súper, vinieron a mi cabeza los nenes y sus berridos. Y mi imagen a través del cristal de la ventana observándolos, como en una peli de suspenso de los setenta. De pie y con un sweater rojo.
Fue poner un pie en la calle, abrir el paraguas y encontrarme a Marta, que iba a los de los viejitos a comprar cigarrillos:
-¿Has visto que se han marchao los de la guardería de los niños? Parece que le han quedao debiendo no sé cuánto al fisco y se han esfumao, tía. Flipa. Es que ya no se puede confiar ni en los que te cuidan a los críos.

Marta levantaba párpados y cejas y sus gafas de pasta negra se movían mientras se llenaban de gotitas. Yo pensaba en cómo me vería Marta en ese momento a través del cristal.

Volví con las bolsas del súper y con el paraguas roto. Era verdad, el jardincito de la guardería estaba todo lleno de maleza. El pasto se había comido una pared de la casita de madera, y un cochecito permanecía tan inmóvil como yo detrás del cristal.
LLDDoura
Véase foto superior para confirmar todos estos datos.

jueves, 26 de mayo de 2011

Punto de vista


Últimamente se me hace imposible manejar el tiempo. No se si llamaría a esta etapa "la de perder el tiempo", más bien sería "la de perderme en el tiempo". Y no es que se me haya dado por mirar la tele, pintarme las uñas o apretarme granitos. Nada de eso. Mi pérdida de tiempo consiste en sentarme en una silla y mirar por la ventana, para ser más precisos, mirar un arbusto. A eso de las siete, cuando están de vuelta todos los pajaritos.
Si uno se descuida, parece que todo está en calma, que no hay nada allí, pero basta poner algo de atención y zas, empiezan a saltar de un lado a otro. A apretujarse. Y el arbusto se zarandea y dibuja mil formas, como si le hicieran cosquillas. Entiéndase que mi postura no es nada cómoda, que la silla es dura, de madera, y que cuando llego por las tardes a casa, hasta me quedo con el bolso colgado al hombro esperándolos.
Ahora que Ramón trabaja con su mujer en la huerta y otros vecinos empiezan a copiarlo, me pregunto qué pensarán cuando me ven sentada mirando por la ventana. Debo quedarme tan quieta que, a lo mejor, no me perciben. Como un tigre cuando caza. Como un camaleón en una piedra.
A veces entra S a mi habitación, a preguntarme si voy a ir al súper con ella, o dónde está la azucarera. Me mira con sus grandes ojos de susto y yo no sé cómo explicarle que estoy esperando que el arbusto se mueva. Que se caiga hacia un lado, o que asome su pico el pájaro azul.

Lellia

miércoles, 25 de mayo de 2011

Pogo en un remis

Cae el sol y regresamos a casa en un remise desde un barrio lejano. Fue difícil encontrar uno por dos motivos: la lluvia y el atardecer de un día no laborable. Sin embargo, lo logramos.
El viaje durará aproximadamente 25 minutos y es por la autopista. Con el remisero a cargo no hay diálogo hasta el momento. Viajamos en silencio.
Las ventanillas del auto están polarizadas y el auto es de un azul eléctrico con unas llamaradas autoadhesivas pegadas en el vidrio de atrás.
La radio suena pero no la escucho.
Medio silencio hasta que llega el pase a un nuevo programa radial y un locutor anuncia que va a "terminar este día a pura euforia". Ahí nomás sale el tema "Ultraviolento" de Los Violadores.
¡Oh!! Mítica banda. Querida banda, una de mis favoritas cuando adolescente.
Hace años que no los escucho. Despacio lo canto en tiempo de canción de cuna. Despacio, el remisero, lo canta en tiempo de canción de cuna hasta que dispara: Yo soy de la época de esta banda. Le digo que yo también. Me dice que los fue a ver. Le digo que yo no pero que tengo (tenía dado que eran cassettes) todos los discos.
El remisero se pone a cantar en voz alta mientras sigue manejando. Me sumo, en voz alta y vamos cantando.
Parece que somos viejos amigotes, que volvemos de una quinta después de un asado en día patrio pero no es así. Es el poder del tema, de la música que nos hermana.
LLegamos a destino. Bajamos, pagamos, el tema terminó.
Con el remisero nos despedimos con empatía y una afirmación musical "nos quieren transformar, no lo lograrán, no, no lo lograrán".

Flor de tachas en la campera...

jueves, 19 de mayo de 2011

El olor nauseabundo del fútbol


Haciendo zapping me encontré con dos viejos periodistas deportivos. Hablaban de la derrota de River en el superclásico. Julio Ricardo (su nombre bien vale una entrada bizarra) dijo: "es el olor nauseabundo del descenso". Araujo, el otro, repitió la frase un poco después.
Sin embargo, fue Julio Ricardo el que la mandó al público como una bombita de olor. Hagan algo con esto, muchachos, les tiro un poema, estoy desolado.
Julio Ricardo con su rostro serio, adusto, como pisando descalzo la misma mierda. Tan magnánimo como Julio César. Tan bizarro como Julio Iglesias cayendo en el escenario, después de enredarse en un vestido de las Trillizas de Oro. Tan literario como Julio Cortázar y una rayuela que va del Cielo al Pozo Ciego. Por ende, algo huele mal en el Estadio de Dinamarca.
Julio Ricardo y un "mierda, carajo" más galante, más de la poesía caballeresca.
Tan fabulosa esta frase que del fútbol nos vamos a Dante y su descenso a los infiernos....
A nuestro querido y nauseabundo Riachuelo, en el barrio de La Boca, tierra de los ganadores y a la pútrida María Julia, desnuda entre pieles, diciendo que iba a sanear las aguas. ..
A pensar en La Bombonera y en los bombones negros de "Circe" de Cortázar...
A pensar en una Alicia que juega al fútbol, le va mal y va a parar a las cloacas y no es un sueño.
Un olor muy bajo, identificado por vez primera.
Julio Ricardo, EL señor nariz de las nauseabundas gambetas.

Flor de los Buenos Aires

martes, 17 de mayo de 2011

B829, V415 Pedr' Eanes Solaz

Eu velida non dormia
lelia doura
e meu amigo venia
ed oi lelia doura

Non dormia e cuidava
lelia doura
e meu amigo chegava
ed oi lelia doura

O meu amigo venia
lelia doura
e d' amor tan ben dizia
ed oi lelia doura

O meu amigo chegava
lelia doura
e d' amor tan ben cantava
ed oi lelia doura

Muito desejei, amigo,
lelia doura
que vos tevesse comigo
ed oi lelia doura

Muito desejei, amado,
lelia doura
que vos tevess' a meu lado
ed oi lelia doura

Leli, leli, par Deus, leli
lelia doura
ben sei eu quen non diz leli
ed oi lelia doura

Ben sei eu quen non diz leli,
lelia doura
demo x' é quen non diz lelia,
ed oi lelia doura

Fenomenológico


Es raro. Porque el cielo está celeste, cantan los pajaritos y no sé qué tipo de bicho también hace ruido. Pero está tronando. Y fuerte. Hace más de veinte minutos. Saco la cabeza por la ventana y veo que mi vecina también mira al cielo. No nos decimos nada. Es raro. No llueve.

Vuelvo con A por la calle ayer y le digo:
-¿Qué hacés para estar contento?
-Pienso en una tía abuela que nunca conocí, pero que cuenta mi madre que llevó una vida de soledad y miseria material y espiritual hasta que se la comió un león.
-Te burlás de mí. Te lo digo en serio. Estoy triste.
-Era mujer barbuda de un circo.
Miro a A.
-Parece que encima la pobre no era hirsuta ni nada de eso, pero lo de la mujer barbuda se llevaba en los cuarenta. Y se metió en este circo que llevaban los gitanos. Se llamaba Lina.
Miro a A. Pienso en los domingos, cuando no tengo ganas de salir a la calle. A veces, de no hablar, me quedo ronca.
-Dice mi madre que le fascinaban las cremas y los esmaltes de uñas. Era muy coqueta y el camioncito donde vivía estaba lleno de polveras y barras de labios color rojo. Nunca se enamoraron de ella, a pesar de que tenía una voz muy dulce y unas pestañas largas. Bueno, eso dice mi madre.
Miro a A y me despido porque llegamos a la puerta de su casa.
Tengo ganas de llorar, pero no lo hago porque A no entendería y yo no podría contarle mi vida en las tres calles que solemos caminar juntos tres días por semana, cuando la clase acaba.
Mientras subo las escaleras, hasta llegar al segundo piso, me imagino a Lina mirándose en un pedacito de espejo que cuelga, atado con un piolín. A no me dijo como es eso de que la comió un león, pero puedo imaginarlo. Los truenos están cada vez más cerca.

Lelia Doura

martes, 10 de mayo de 2011

La foto que habla


Cuesta abajo hay un puesto de diarios en una esquina. ¿Cuántos hay como ese? Miles de miles en los 100 barrios porteños y en sus barrios aledaños. Sin embargo: ¿dónde encontraremos un puesto de diarios que tenga al lado un poste de luz, que tenga un clavo en el poste y de donde cuelgue una foto, una misteriosa, muuuuy misteriosa foto?
La imagen tiene un tamaño considerable, está protegida por un vidrio delgado y parece haber sido sacada en los 70 por los colores, por la vestimenta de los dos protagonistas, por sus peinados y la luz entera. Son dos hombres jóvenes, con camisas de la época, jeans Oxford, descalzos, pelos medio sueltos, medio largos. Están parados en unas piedras, el sol parece mediodía, está lleno de verde en los costados. Parece Córdoba. Son sierras. Verde, verde, verde y la nada. Y ellos dos sonriendo a la cámara. Uno pone el pie sobre la piedra, el otro está más atrás y tiene las manos en la cintura. Hay algo triste como de acompañamiento roto y hay mucho de sorpresa para los que pasamos. De repente, zas, la foto con los desconocidos ahí, antes de cruzar la calle.
El diarero es quien pone la foto en el poste, a eso de las 7.30 de la mañana. Lo vi hacerlo varias veces. A las 15.40 la foto no está, el puesto está cerrado. Las velitas se consumieron en la parroquia de la vuelta.
Esa imagen tiene su mensaje encriptado. La libertad de un viaje de juventud con amigos que fueron naturaleza y fueron salvajes. El ocio sin tiempo, lo que se aquieta en algún punto de nuestro mapa para ser piedra de toque. Refugio para regresar y ver nuestra verdadera cara cuando estamos lejos, lejos de nuestra "Córdoba".
Flor de serenata

domingo, 1 de mayo de 2011

A la maravilla


Les aseguro que no duele. Yo no sentí nada. Lo presentía desde hace años, más precisamente, desde los catorce. Siempre me miraba ese omóplato en el espejo o girándome como las lechuzas. Así porque sí. A fin de cuentas, mi lado izquierdo es mi mitad maldita. Es mi ojo miope, mi lado migrañoso, el de más lunares en los dedos. No sé muy bien cuándo salió, si fue de noche o de día. El señor B la vio hace más de cinco años una tarde en casa, mientras mirábamos la tele. ¿Qué tenés ahí? No sé.
Este invierno hizo mucho frío, por eso no tuve que destapar mi omóplato. Pero dentro de poco llegarán las tardes tibias.
Como les decía, no sentí ningún dolor. Simplemente creció. Un ala. Sí, una ala. No vayan a creer que se parece a la de los ángeles (que pueden ser, además, según la tradición de la que provengan, grandes o chiquitas, blancas o celeste-amarillentas, y emplumadas). No. Más bien se parece al ala de un pollito bebé. O a la de un gorrión que acaba de romper el cascarón. Es chiquita y medio redonda.
Al principio me daba miedo ponerme cosas pesadas encima, como un abrigo, el asa del bolso; también dormir de ese lado en la cama. Pensaba que se iba a aplastar y que quedaría arruinada. Después me relajé, en el fondo no me sirve para volar. También me acobardaba el qué dirán. Una tipa con alita de gorrión. Y sin plumas.
Un día me acordé de los hijos de Melusina y lo entendí todo. Melusina tuvo una cantidad ingente de hijos. Uno por año. Todos guerreros y cruzados. Sanos, fuertes, bellos, héroes. Pero todos, como ella, portaban alguna monstruosidad, una maravilla que los hacía únicos: una oreja más grande que la otra, una pata de león en la mejilla, un diente enorme, tres ojos. No era raro lo de mi alita. Además, las alas de Melusina eran el arma más poderosa. Con ellas, la pobrecita escapa o llegaba dónde quería.
Ahora espero que llegue el sol para pasearla por el Pedroso. Me pregunto, si me cruzara con el gigante de la esquina, cómo la vería él.

Lelia Doura

martes, 5 de abril de 2011

Constelación


Me gusta cuando llega la primavera porque los días duran mucho. Y si hace sol, la luz que entra por mi ventana a la tarde es suficiente para no necesitar lámparas por mucho rato. Pero lo que más me gusta de cuando llega este tiempo es el color que tiene la luna. Amarilla. Miro por la ventana y veo que hoy hay una luna que es como la parte de arriba de una uña de dedo gordo. Amarilla. Esta luna me hizo acordar al pelo de María.
Pero antes de hablar del pelo de María, debería hablar de la otra María.
Una de las Marías es la del primer piso. Jamás saluda y tiene cara de espárrago triste. A veces me la cruzo en la cafetería. Baja siempre con una compañera de despacho con cara, supongamos, de alcaucil. Dos verdes que no le hacen honor a la verdura. Miran por el rabillo del ojo, por abajo de sus anteojos, mientras toman su cafecito de niña bien. Estoy segura de que nunca se sentaron a mirar la luna, ninguna de estas dos.
La otra de las Marías es la que recorre los pisos. Debe triplicarnos la edad a todos. Usa un uniforme celeste que le arrastra por abajo de los zuecos. Bastante. En cualquier rincón que me la encuentre, María me saluda. Y cuando llega el viernes, me desea que descanse. Tiene el pelo como el color de la luna, amarillo, pero no de teñirse. Sus canas son amarillas. Una especie muy rara en un corte de pelo tipo casco. María debe estar ocupada todo el fin de semana en su huerta, seguro. Pero el lunes llega y te sonríe, como si pasar una franela por tu mesa fuese lo más divertido que a un humano le pudiese pasar.
Creo que el día que me vaya voy a extrañar que María abra la puerta del despacho todas las tardes y me sonría con sus dientes parecidos a sus canas.
Y, bueno, en el medio de estas Marías estoy yo que, aunque lo oculto, también soy, gracias a mi madre, María. Tres marías, como las que mi tía Pura me señalaba cuando nos sentábamos en el banco de la quinta a la noche porque hacía calor. Y los sapos perseguían mosquitos o algún bichito de luz se colaba entre las ligustrinas. No sé si los hay por aquí. Además, ahora que lo pienso, desde este lado del océano no se ven las tres marías. Y hoy solo se ve la luna, que para este momento es como una uñita de gato.
L Doura

miércoles, 30 de marzo de 2011

Se dice de mí

Una noche de calor salí a sacar la basura y al volver sobre mis pasos y al levantar la mirada vi una horrible cucaracha cerca de una de mis ventanas. Noooooooooooooo.
Reposaba en la pared del frente, con una altura considerable, como diciendo: de acá no me mueve nadie. En un tiro, subí, cerré la ventana para impedirle el acceso a mi privacidad a esa asquerosa y antigua enemiga. Unos segundos después, bajé y salí a la puerta con un escobillón en mano para derribarla desde el pasto. Ella, arriba, en la pared, muy alta y yo, abajo, en el pasto, desde mi breve altura, con mi arma casera en mano, a los garrotazos contra la pared, ira en el aire. Sin exito.
Entré a casa y tomé una silla. Parada desde la silla con el escobillón en mano no llegaba a ella que ni se movía. La muy maldita me hizo dudar, en la penumbra de la luz de la calle, y la poca luna, si era un bicho o una mancha. Pero sus relieves no eran de mancha. Y además, mi instinto asesino no podía equivocarse tanto.
Entré a casa y saqué una escalera. Me subí al último escalón con el escobillón en la diestra y sentí algo de miedo porque la estabilidad desde la cima y con el vaivén de mis garrotazos era pobre. Y también sentí algo de verguenza porque esto sucedía en el frente de mi casa. Es decir, quienes pasaran por allí, esa noche, me iban a ver en una situación... digamos ....poco usual.
Yo seguía luchando y la bicha ahí, la muy perra, quieta, fajada a la pared. Mis puteadas iban en aumento.
En eso, apareció mi vecino y me preguntó qué me pasaba. Ejem.
Le mostré a la invasora y le conté el cuento. Pensé que iba a decirme que estaba loca, que buenas noches, que suerte con lo tuyo, om, aleluya, jodete o cualquier otra cosa pero no. ¡Me ayudó!
Se subió a la escalera y escobillón en mano, más alto que yo y con más fuerza, derribó a lo que en el piso se dio a conocer como un grillo y desapareció en el césped. Un grillo mudo que se hizo pasar por una cuca para darme más asco. ¿Por qué no cantó antes?
Guardé todos mis petates. En casa, me sentí expuesta en mi locura por los bichos frente a los paseantes y al vecino pero no me importaba, estaba aliviada. Había logrado mi cometido o los locos éramos varios.
Ya serenada, Serenella Florida

miércoles, 23 de marzo de 2011

El gigante en la esquina



Justo en la esquina, antes de llegar a la avenida, vive el gigante. Yo no supe que existía hasta que empecé a ir a trabajar temprano. Bueno, voy siempre temprano, pero al principio llegaba más hacia las diez y media o cosa así. Ahora no, ahora a las nueve ya estoy ventilando la sala. Fue entonces cuando lo vi salir por la puerta de su casa. Agachando el torso, despacito, cuidando de no golpearse la cabeza. Llevaba un corte de pelo a la taza y tenía los ojos muy claros, casi de vidrio como las bolitas antiguas, o como los de un bebé de juguete. Nos miramos, pero yo en seguida disipé mi vista de su enorme figura. No sé, me dio pena. Supuse que todos los vecinos, los nenes de la plaza, los empleados del banco, los de los camiones de reparto lo observarían fijamente, siempre, por ser taaaaaaan alto y por tener aspecto de muñeco viejo en un tamaño desproporcionado para un muñeco.
Yo doblé en la esquina, para acortar camino por el parking, y él salió de su casa dando grandes pasos. Lo supe porque el suelo temblaba. También me pareció que alguien suspiraba, pero a veces el viento hace ruidos raros cuando pasa por el atajo que desemboca en el parking. Por eso no me preocupé y seguí mi camino hasta el segundo piso a la derecha.
Ni Antonia ni Estrella sabían quién era el gigante. Quizás porque ellos no usan la entrada del parking y no saben del edificio gris de dos plantas que está en la esquina, ese donde vive el gigante.

Hoy fui al bar de los viejitos. Me tomé mi café con leche de los miércoles, ese que divide la semana. Cuando me estaba bajando del taburete para irme a casa, lo vi pasar. Bueno, vi parte de su cuerpo por la puerta de cristal de la entrada. No pude evitar observarlo fijamente. La viejita me miró y me dijo, ah, ese es el gigante de la esquina. A veces viene por aquí y se toma un café. Lo pide solo y sin azúcar. Da pena ver como no puede agarrar la taza por su asa.
Aahh, claro, es que el mundo le debe ser taaaan pequeño. Tan ajeno.
No puede evitarlo. Un sentimiento de profunda tristeza se apoderó de mí. Casi sentí que la presencia del gigante estaba todavía detrás de la puerta de cristal donde ahora yo me reflejaba.
Sí, me dijo la viejita, un sábado por la mañana me contó que lo que peor lleva es la soledad, las habitaciones vacías,las horas de los días le quedan enormes. Y que lo que más le gusta es caminar por el bosque para mirar lo que guardan los árboles en sus ramas.

LeDo

martes, 15 de marzo de 2011

Rapid Eye Movement


A lo largo de mi infancia sufrí uno de esos sueños a repetición que no eran pesadilla, eran simplemente sueño: soñaba que la luna se caía. Y era de lo más real. Veía las calles por donde yo caminaba diariamente, mi balcón,los vecinos; solo que a ellos les rondaba de algún modo la angustia y a mí una cierta curiosidad por saber por qué la luna se veía allí redonda, inmensa y amarilla, apoyada en un cielo negro sin estrellas.
La luna dejó de visitarme, lamentablemente. Pero hay sustitutos.
Hace muchos años que sufro otros dos sueños de esos que se repiten. Y también parecen muy reales. Despiertan mi curiosidad, aunque, debo confesar, también ansiedad, y, por qué no, un cierto temor.
El primer sueño es el del ascensor: este puede ser de los antiguos tipo jaulita, los sesenteros con revestimiento plástico y botones que sobresalen mucho, o de esos de puertas metálicas donde caben una docena de personas. Siempre voy acompañada (eso creo). Y nadie toca el botón, pero el ascensor se dispara hacia arriba. A veces se abre la puerta y se ve el cielo de día y muy celeste; a veces llego a un piso donde sé que habita Dios. Es un departamentito minúsculo y oscuro que contiene, como un aleph, todo o mucho o demasiado. Una vez fui a una oficina en la calle Corrientes, en un séptimo o un doceavo piso, y me pareció que era el departamentito de mi sueño.
El segundo es el de la habitación desconocida. Me ha pasado en todas las casas en las que he vivido, aunque, como en todos los sueños, las casas tiene variantes o son otras muy distintas. No obstante, siempre soñé este sueño: resulta que me doy cuenta que estoy en mi casa, tan contenta...pero hasta el momento no había abierto una puerta. Y allí hay una habitación con trastos viejos, sucia, o un baño en condiciones lamentables. Luego son todos interrogantes.
Y eso es todo. En un libro de los sueños, obviamente mis sueños aparecen bajo el significado de búsquedas internas, espirituales, la expectativa, el miedo a lo desconocido. Yo no sé, no lo veo tan claro; será porque es mi sueño y, como la vida misma, no te deja tomar distancia de lo que allí sucede. Así y todo, los prefiero antes que a otras pesadillas o cosas por el estilo. Y lo peor, lo peor, es no soñar nada. Es que la tele se te quede con rayitas de colores.

Dourinha

Ratuchita Drag cuin

sábado, 12 de marzo de 2011

Al fondo la corona


Dicen que una imagen vale más que mil palabras pero las palabras ayudan a explotar una imagen. Por eso: ahí vamos.
Caminaba a paso tranquilo cuando me topé de frente con un viejito que barría la vereda con una escoba que tenía añares encima. La homologación entre la escoba y el hombre los hermanaba en un segundo. Mientras me acercaba a él, terminó su tarea y comenzó a entrar en su casa. Para ese instante, yo pasaba a su lado. Una puerta antigua conducía a un pasillo, clásico de ph, que se metía como media cuadra adentro. En el fondo se veía otra puerta y el hombre iba hacia a ella. Estaba cerrada y adornada con una corona navideña.
Sí, una corona navideña y estamos en marzo. De lejos, la corona más que navideña parecía fúnebre. Esos colores, esos brillos, ese significado no encajaba.
Podrán pensar que soy absurdamente tajante en la idea del uso de la corona sólo en los momentos adecuados pero la imagen saltaba fuera del calendario de lo esperable.
Un hombre mayor se mete adentro, va a abrir la puerta de su bóveda.
Una corona lo recibe. Ya no hay festejos. Alguien, no sabemos quién, compró esa corona o la mandó en su memoria.
No hace falta ser viejo para abrir esa puerta. Ese pasillo está siempre para que cada uno lo camine a su debido tiempo.
Serenella en flor

martes, 8 de marzo de 2011

Punto sin retorno


-Vaya, si tienes un lunar en el dedo índice.
-Sí, me salió hace poco.
-¿Sabes que un lunar en la mano es clarividencia? Y más si es en la izquierda.
-Ah, mirá vos.

Esto me lo decía una noche en una terraza llena de estrellas y calor la madre de mi amiga Ana, siempre llena de vibraciones ultrapositivas que le vienen del macrocosmos. Pero mi lunar, ese que me salió hace un par de años creo que a partir de las tantas desventuras amorosas que me tocó padecer como Santa Eulalia, Santa Bárbara o Santa Quiteria, ese puntito marrón parece que vino fallado de fábrica o no funciona demasiado bien por la humedad del ambiente. Debería avisarme como un GPS si a mi paso me encuentro con un idiota arrogante. O como un astrolabio.

Hay una gran cantidad de gente a la que quiero. Y hay otra con la que intento mediar. Pasar por los días sin necesidad de amistad de por medio. Nada más. Pero al idiota arrogante, a ese sí que no lo tolero.
Y puede ser ella o él. No es una cuestión de género.

Hoy me tocó cruzarme con un idiota arrogante. Eran más o menos las nueve y media de la mañana. Hacía sol con frío. Por eso el pavimento se veía celeste y la vidriera gris del bar de los viejitos amarilla. La fila para pagar los impuestos en el banco daba vuelta la calle. Me miró y supe que era uno de ellos. Ahí el lunar funcionó.
-No le voy a decir feliz día de la mujer porque vosotras después os creéis que sois el ombligo del mundo.
-Perdone. No me interesa esto del día de la mujer. Hace tiempo dejé de sentirme dentro de esa clasificación.
-¿Y entonces qué se siente usted? ¿Hombre, lesbiana, marciano?
-Ninguno de los tres. Por ahora una sensación indefinida, pero ya me aclararé. Hombre seguro que no.
-¡Lo digo yo, si estáis todas locas! ¡Todas! Después nos venís a nosotros con lagrimitas cuando las cosas os salen mal.
-¿Eh?
Chasquido de lengua contra diente. Movimiento pendular de la cabeza. Idiota arrogante contrariado que, de todas formas, se siente victorioso. Sigue murmurando cosas como "por eso estáis solas, nadie os entiende, no sois nada sin nosotros", y otras basuritas sinónimas.

Mi lunar me ordenó mirar la hora,no contestar y volver otro día al banco. Igualmente, mi punto marrón me tiene que avisar antes si el idiota arrogante aparece. Así no tiemblan las manos ni se me ponen rojas las mejillas, así no me quito el heavy metal de las orejas, o elijo una coartada por esas callecitas onduladas donde paran las palomas a picotear entre las piedras vaya saber una qué.

Lelia Doura

miércoles, 23 de febrero de 2011

¿Lechuzas o búhos?


Día de mucho sol. Con ruido a chicharra y bichofeo. Calor. Llegué a la playa por el camino de siempre, solo que un poco más tarde. Blanca luna como estoy, no contaba el cuento si me iba a eso de las dos. Entré esquivando cardos y pinches, como todas las veces. Escuchando cómo rugía la espuma del mar, mientras alguna que otra señora llamaba a su hijo y el churrero anunciaba sus productos con cierto deje afónico. Lo de siempre. Lo esperable. De repente, un sonido anti-playero interrumpió la monotonía. Era profundo, nocturno, oscuro. Me di vuelta, pero solo encontré familias tipo que bajaban de coches repletos de sombrillas, heladeritas y reposeras. Caminé dos o tres pasos, y escuché otra vez el llamado. Ahora sonaba como si alguien soplase por un tubito negro. Bueno, eso se me ocurrió a mí. Pero yo siempre le pongo colores a los sonidos, cosa que parece que me hace sinestésica o algo así.
Salió de la nada, de entre los tamarindos asquerosos (no encuentro otro término) que cierran la playa. Allí donde se esconde casi toda la porquería que a la gente se le ocurre no llevar al basurero.
-Viven en el hotel- me dijo.
-Son una familia- agregó sin dejarme preguntar quiénes eran los que vivían, de qué hotel se trataba, o de qué familia me hablaba.
-Son lechuzas o búhos.
-Ahhh, mirá vos.
Fue lo único que le pude decir, porque alguien la estaba llamando para jugar a las cartas.
Me fui directo a la lona donde estaba negreándose mi hermana.
-Che, ¿viste las lechuzas o búhos?
Abrió un solo ojo, sin moverse:
-No ¿Pero son lechuzas o búhos?
-Ni idea. Pero son una familia.
Y sí. Como todos los años. Tomamos mate, masticamos unas cuantas galletitas, y cuando se levantó el viento de las siete de la tarde, ese que te deja el pelo para cualquier lado y te llena de arena las cuencas de los ojos, enfilamos para casa. Obviamente, salimos a la búsqueda visual de los bichitos.
-Mirá, ahí están. Son cuatro.
Y volvió a aparecer. Del mismo tamarindo asqueroso.
-Yo las cuido hace cinco años. A veces los chicos les quieren tirar piedras.
-Pobres, ¿pero son lechuzas o búhos?
Se sacó los anteojos de sol, tal vez para contestarme con mayor propiedad, con digna competencia acerca del asunto. Pero alguien otra vez la alejó de mí. Ahora le acercaban una torta frita de las que llevan agujero en el medio.
No volvió.
Salimos y nos quedamos mirando cómo se movían de ventana en ventana. Saltando, volando, soplando por el tubito negro.


Hoy a la mañana estaba a punto de hacerme un mate para desayunar y apareció mi gato por el pasillo. Casi no había luz (estaba a punto de largarse a llover). En ese limbo negro sus ojos me llevaron a los animalitos y a la señora del tamarindo. Cuando se sacó los anteojos había visto esos ojos.
¿Lechuzas o búhos?

Lelia

domingo, 13 de febrero de 2011

Por amor al miedo


Esta historia es prestada pero, al igual que todas, es terroríficamente bizarra.
Dice así: una nueva directora para un instituto educativo, llega y debe imponerse en su nuevo rol de poder, ante un auditorio con personal docente desconocido.
En lugar de trabar diálogo con los otros o de hacer un diagnóstico que dure un año o algo por el estilo -entre lo mío y lo de ustedes- la protagonista de este cuento se impone fiero, con una demagogia propia del líder de una secta, de esas que aparecen en Estados Unidos y por la cual unas cien personas se tiran a un lago sin saber nadar pero convencidas. De esas, de las jodidas.
Llega y cambia horarios, aulas, cursos, maneras, modos y todos los pizarrones que se escribían con fibras vuelven al pasado y retornan a las retro tizas.El personal, entre anodadado y quejoso. Odiándola a más no poder.
El sujeto que presenta a dicha potranca habla loas: que sus cuarenta millones de años de experiencia docente, en el Delta, el barro y los palos borrachos del Parque Sarmiento, que sus publicaciones de exactas (no quiero ofender pero de qué área podía ser sino para poner más horas de mate en toooodoosss los cursos donde antes habitaban materias como "Pensamiento contemporáneo" o "Construcción de la ciudadanía". Ojo: tengo amigos de exactas pero...era de preveer).
El sujeto que le abre la alfombra roja asevera que los alumnos -a esta equina- la aMaNNN. Uno de los presentes quiere saber en qué se basa para decir que los alumnos la aMaNNN, así con esa musicalidad. Aquí va la cosa: los alumnos que la aMaNNN, que van desde quienes se llevan la materia indefectiblemente hasta los que siguen esa carrera porque ella se las sugirió, pasando por los que hacen la tarea con gusto y los que aprueban después de gastar sillas y sillones, le regalaron para que ella usara en el laboratorio del instituto de donde proviene, un guardapolvo que en la espalda, cual bata de boxeador, reza: "La física es un sentimiento".
Dicen que la potranquilla se pasea con este atuendo por los salones dando a entender que ella sí sabe cómo se hacen las cosas. Dicen que toma café y fuma en sala de profes con ese atuendo. Que atiende consultas de padres con ese atuendo y así.
Golpe bajo. Entra al ring una vieja gladiadora que usa las tizas de dardos.
Serenella

miércoles, 9 de febrero de 2011

Magia simpática


Tengo que contarlo. Por más que piensen que estoy medio trulada (cosa que piensa mucha gente, aun la que "me quiere"). A ver, cómo se los digo sin dar muchas vueltas. Resulta que mi amiga la Tatami me dejó una manta-colcha (según quien articule el término) muy bonita. Azul, verde manzana, celeste, toda en cuadraditos. Hace juego con una funda de almohada que puse de adorno en medio de la cama, también azul, verde manzana, celeste, toda en cuadraditos. En el pueblo no tengo muchas cosas. Ya casi todos saben que hace seis años ando de trotamundos y recibo con gusto todas las donaciones de otros nómades como yo que en algún momento emigran a nuevas latitudes. Bueno, sigo. La Tatami se fue al Norte y me dejó la manta-colcha (también podría llamarla cobertor-acolchado , para seguir con el tándem península-cono sur). Obviamente, yo la metí en el lavarropas-lavadora y cuando estuvo sequita (pasaron varios días, recuérdese la lluvia de la que siempre hablo) me la llevé al cuarto.
Confieso: tengo alergia a la plancha.
Cada prenda de vestir que compro lleva consigo una meditación primera: qué bueno, casi no se debe arrugar. En mi vida compraría un pantalón de lino o una camisa algodón 100%. Prefiero una mezcla en la etiqueta, que te avisa que viene con lycra que nunca traiciona y se te pega a la osamenta.
Cuando acabó de dar vueltas el lavarropas-lavadora, estiré la manta-colcha en la cama y pude corroborar que la lycra allí no habitaba. La arrugas pasaban por todos los cuadraditos, se plegaban en los vértices, hacían montañitas...En fin, dije, con los meses se estirará. Y me fui a trabajar a la sala 102, donde habita la Antonia, que me llama gorrión por el modo en el que encaro mi tupper de medio día. Volví a casa, como siempre, a eso de las ocho de noche, después de saludar al señor birulí en el pasillo del segundo piso, cruzar el parking de luces mortecinas, mirar cómo los árboles se hacen dragones bajo los faroles y pasar por el bar de los viejitos. Abrí la puerta del cuarto y...la manta-colcha estaba PLANCHADA. Sí, les juro, toda entera ella estiradita, sin una arruga, como después de un lifting con el Dr. Pitanguy. Con el abrigo puesto y los libros en la mano, le toqué la puerta a Márika: ¿che, vos entraste hoy a mi cuarto...estuviste planchando?-No, cómo voy a hacer eso sin tu permiso...Además no me dejaste llaves-Ah, cierto.
Volví al cuarto. Volví a observar la manta-colcha ahora perfecta, como de hotel. Me fui a dormir. A la mañana estaba la pobre otra vez toda arrugada. Claro, tengo que confesar otra cosa: mi forma de dormir implica dar sucesivas vueltas en la cama, de izquierda a derecha, mover almohadas arriba y abajo.
Con mi café con leche matinal a medias, hice la cama con el mismo presupuesto: ya se desarrugará otra vez con los meses. Volví de la 102 a las ocho. Otra vez estiradita, impecable. Y así todos estos meses. Uno a uno. Día a día. Sin excepción.
Un día le pregunté a Antonia por alguna explicación acerca de la manta-colcha. Me dijo que había leido en internet que ahora hay ropa con nanotecnología (o algo así), que no se arruga ni ensucia. Yo pensé en mi manta-colcha que la Tatami había comprado en el super de oferta. No pude relacionarla con nada nano. Estrella, que me sirve el café a las once en la cafetería de la planta baja, me contó que una tienda en Amsterdam trabaja unas telas que no se planchan, y que ahí hacen las listas de bodas "los ricos". Tampoco ahí encajé el perfil de la manta-colcha a cuadraditos.
Conclusión: creo que un hombrecillo me plancha la manta-colcha todas las tardes. Un espíritu noble que se apiada de mi incapacidad para agarrar ese objeto que se calienta por la parte inferior. Un duende que sabe de mis cuitas, porque me mira mientras doy vueltas de izquierda a derecha, almohada arriba, almohada abajo, mientras duermo. Un hombrecillo que me quita una sonrisa cuando llego con los pies mojados a las ocho de la noche y abro la puerta de mi cuarto. Casi un final feliz.
Lelia Doura

martes, 1 de febrero de 2011

Al palo enjabonado


Días pasados, mientras esperaba mi turno en una consulta médica, no me quedó otra que distraerme viendo un canal de la tv argentina, bizarro como pocos, donde ponderabanan con letras rojas de tamaño maxi "La diversión del verano". La tele estaba delante mío y el pasillo de espera era mini;por eso, mirar al piso, al techo o a los costados, en forma constante habría sido incómodo, sospechoso.
Me entregué a las imágenes. Un barco antiguo, tipo pirata, un palo enjabonado horizontal, una banderita nacional en la punta, un coordinador/comandante en bermudas daba órdenes a todos los muchachos que se animaban a caminar por el palo para acceder al tesoro, una suma de dinero para nada despreciable.
Si bien la metáfora de la banderita nacional en la punta del palo y la imposibilidad de llegar o el esfuerzo por llegar, daba para la fábula política, la cosa práctica del hecho me capturó más.
El coordinador empujaba a cada uno de los púberes que se lanzaban al palo, a los gritos. Los pibes hacían dos o tres pasos y se tiraban al mar. Algunos llegaban un poco más, otros menos. Algunos se pegaban tremendo palo en el palo antes de caer pero, victoriosos, salían del mar y trepaban por la escalerilla del barco para intentarlo de nuevo.
Pasaron diez minutos de espera en los que, en tiempo real, los mismos varones hacían el intento sin exito. En un momento pensé que la prueba era imposible, que era todo una gran estafa.
Y dale: subían, caminaban, caían, subían, caminaban, más rápido, más, uno detrás de otro y el peligro aumentaba. No sólo se podían reventar contra el palo sino con el compañero que caía al agua detrás.
Acto seguido se sumaron las motos acuáticas de la Prefefectura marplantense para auxiliar a los posibles heridos, los caminantes jabonosos. Las motos daban vueltas debajo del palo como cuervos amarillos. Nuevo peligro: caer encima de la moto desde una altura considerable.
Puedo entender a los participantes pero no a las personas que estaban ahí, en un día muy caluroso de vacaciones, vestidas en su mayoría, sin meterse en el agua, apiñadas, viendo cómo los pibes daban batalla. Tiburones ¿esperando sangre?
Me llamaron y nadie había ganado. Salí de la consulta y seguían. Como una calesita de marineritos, empujón y al agua, al borde del peligro. Palito, bombón, helado. Nada que te nada.
Serenella

jueves, 27 de enero de 2011

En la dragonera


A Santa Margarita se la tragó un dragón, pero ella se las arregló para salir de su panza días después. San Jorge andaba matando dragones por toda la Romania y, mal no le iba, porque las doncellas caían rendidas a sus pies. A Beowulf no le salieron las cosas tan tan bien, porque el dragón casi lo deja fuera de juego, pero, bueno, al final también le gana. Conclusión número uno: el dragón es malo pero no tanto. Es un rival al que siempre se vence, como le pasa a la selección alemana con la argentina. Conclusión número dos: el dragón es argentino. Ahora, en la Edad Media ya había dragones por el Este y el Oeste de Europa (y antes los hubo en Oriente)...Conclusión número tres: el dragón es un inmigrante.
Una vez me regalaron un dragón rojo, y después me lo quitaron. El malo no fue el dragón, fue el que me lo regaló. Yo tengo algunos dragoncitos en casa guardados en una caja, pero no me disgustaría tener uno más grande y con escamas parecidas a las mías. Un dragón de verdad. Que me cuidase como a su tesoro, que me diese calor en invierno con su fuego, y que en verano me esperara en la ventana para llevarme a volar.

LeliaD