domingo, 1 de mayo de 2011

A la maravilla


Les aseguro que no duele. Yo no sentí nada. Lo presentía desde hace años, más precisamente, desde los catorce. Siempre me miraba ese omóplato en el espejo o girándome como las lechuzas. Así porque sí. A fin de cuentas, mi lado izquierdo es mi mitad maldita. Es mi ojo miope, mi lado migrañoso, el de más lunares en los dedos. No sé muy bien cuándo salió, si fue de noche o de día. El señor B la vio hace más de cinco años una tarde en casa, mientras mirábamos la tele. ¿Qué tenés ahí? No sé.
Este invierno hizo mucho frío, por eso no tuve que destapar mi omóplato. Pero dentro de poco llegarán las tardes tibias.
Como les decía, no sentí ningún dolor. Simplemente creció. Un ala. Sí, una ala. No vayan a creer que se parece a la de los ángeles (que pueden ser, además, según la tradición de la que provengan, grandes o chiquitas, blancas o celeste-amarillentas, y emplumadas). No. Más bien se parece al ala de un pollito bebé. O a la de un gorrión que acaba de romper el cascarón. Es chiquita y medio redonda.
Al principio me daba miedo ponerme cosas pesadas encima, como un abrigo, el asa del bolso; también dormir de ese lado en la cama. Pensaba que se iba a aplastar y que quedaría arruinada. Después me relajé, en el fondo no me sirve para volar. También me acobardaba el qué dirán. Una tipa con alita de gorrión. Y sin plumas.
Un día me acordé de los hijos de Melusina y lo entendí todo. Melusina tuvo una cantidad ingente de hijos. Uno por año. Todos guerreros y cruzados. Sanos, fuertes, bellos, héroes. Pero todos, como ella, portaban alguna monstruosidad, una maravilla que los hacía únicos: una oreja más grande que la otra, una pata de león en la mejilla, un diente enorme, tres ojos. No era raro lo de mi alita. Además, las alas de Melusina eran el arma más poderosa. Con ellas, la pobrecita escapa o llegaba dónde quería.
Ahora espero que llegue el sol para pasearla por el Pedroso. Me pregunto, si me cruzara con el gigante de la esquina, cómo la vería él.

Lelia Doura

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