domingo, 13 de mayo de 2012

El limbo del tercer piso

Tres hacen un colegio, Trinum faciunt collegium. Y sí, si existen las tres marías, los tres cantos de la Divina Comedia, las tres gracias, las tres personas divinas, el pueblo de Tres Arroyos, si para Pitágoras todo se resumía a tres, y si los masones hacían colegio triangular, si el trivium, y si tres tristes tigres comen trigo en un trigal, también tenía que existir un tercer piso.
¿Una silla, una mesa y muchas telarañas hacen un tercer piso? Sí. Más si apenas entran luz y ruidos. Si apenas hay aire y si huele a óxido.

Hay cinco pisos, una planta baja. En el cuarto y en el quinto están las aulas. En la planta baja el salón de actos y el despacho del regente. 
Llevo aquí muchos años, así que a los regentes me los conozco bien. Con el tiempo he sabido ganarme su confianza. Tuve que estudiarlos como a  una obra. ¿Son de Bartok o prefieren a Sibelius? Mi técnica se basa en observar a quiénes observan ellos a la entrada: si miran con detenimiento a los que cargamos un peso pesado, entonces es que debieron ellos también en algún momento llevar algún instrumento al hombro. Empatía por experiencia, pecado por contrapaso.

Yo llegué al tercer piso por error el primer día de clases hace ya muchos años. Supuse, en mi despiste, que estaba en el cuarto. Armonía y Morfología I: llegaba tarde y me pesaba el chelo. Salí del descanso de la escalera y enfilé por el pasillo. A los pocos segundos me di cuenta de que algo estaba fallando. Allí no había clases, no había gente, no había luz.

-Veo que anda perdido.

La voz salía del fondo y se acercaba a mí a través del sonido que producen las suelas de madera de los mocasines en la madera hueca de los pisos de antes. La luz mortecina hacía que poco a poco ese tombak improvisado fuera convirtiéndose en una camisa blanca y unos pantalones grises. El regente.

-Ah, sí, creí que estaba en el cuarto.
-Pues ya ve que no. Siga nomás para arriba.
-Ah.

Obediente, le hice caso. Cuando pisé el tercer escalón, me di vuelta. El regente se metía las manos en los bolsillos, de pie entre el pasillo y la luz de la claraboya. Su calva brillaba.

-Una pregunta, ¿esto es como una sala de ensayo? ¿Se puede usar?
-Es y no es.
-Como la Divinidad.
-Puede ser.

Cuando terminé mis clases, bajé hasta su despacho. Lo sorprendí tomándose un mate mientras mordisqueaba una galletita de agua.

-Disculpe. Estaba pensando si me podía prestar la llave del tercer piso. Es que tengo que ensayar y

No me dejó terminar la frase. Estiró su brazo y de un clavito amurado saco una llave dorada con una arandela plateada. Una de esas llaves de las que hay en todas las casas.

-Ya lo descubriste. Andá, subí. Ahora, que sepas que del limbo del tercer piso no se entra ni se sale así nomás. 

LeliaPepa Doura

viernes, 4 de mayo de 2012

M.S.S. o Mamá Satán Solarium


Increíble pero real!!!!!!!!
Una mujer de Nueva Jersey fue arrestada por poner a su pequeña hija de 5 años en una cama solar.
Patricia Krentcil, de 44 años, dijo a un canal de New York que ella llevó consigo a la niña a un salón de bronceado, pero que la pequeña no fue expuesta a los rayos ultravioleta.
"Yo me bronceé, ella no. Yo estaba en la cámara, ella estaba en el salón. Eso es todo lo que ocurrió" aseguró al rojo vivo. La pequeña lucía las mejillas excesivamente bronceadas, según su padre.
Krentcil, de Nutley, Nueva Jersey, fue arrestada la semana pasada, y acusada de poner a su hija en grave peligro. Después, fue puesta en libertad bajo una fianza de 25.000 dólares y está previsto que comparezca en corte el miércoles.
"Es como llevar a tu hija al supermercado a comprar la comida" dijo Krentcil. "Un montón de madres llevan a sus hijos" aseguró.
La policía, sin embargo, dijo que Krentcil puso a su hija en una cámara de bronceado en posición vertical.
La ley del estado de Nueva Jersey prohibe que los niños menores de 14 años usen las cámaras solares, sólo pueden hacerlo acompañados de un adulto.
La policía fue alertada por las autoridades escolares, quienes afirmaron que la hija de Krentcil apareció en la escuela con lo que parecían quemaduras de sol y dijo a sus compañeros de clase que: "había ido a broncearse con su mamá".
Rich Krentcil, el padre de la niña, dijo que la maestra malinterpretó a su hija: "Teníamos 85 grados de temperatura afuera, y ella se quemó con el sol. Eso es todo. Eso fue todo lo que ocurrió".
Extraído de la web.

jueves, 26 de abril de 2012

El Dr. Antonopupolos

Días pasados mi hijo estaba enfermo, algo andaba mal en su garganta. Por esta razón, llamamos a un médico a domicilio. Una hora después llegó un doctor de apellido griego e interminablemente largo, unos 60 años y un polar color mostaza sobre un ambo verde. Fuerte. Una medicina Rojo Shocking. Mi hijo lo vio y empezó a llorar como un pequeño demonio de Tasmania que ha sido exiliado a Buenos Aires. Entonces, el doctor Antonopopupupoplusisis dijo que iba a remediar el llanto furioso. Al segundo, sacó de su maletín un muñequito que me hizo recordar una serie de los 70, donde los personajes eran marionetas y viajaban al espacio. Esa serie me encantaba. El método parecía raro -como mínimo- porque la cabeza del retro muñeco era como una pelota de tenis y el cuerpo como de cajita de fósforos. La cara del juguete presentaba un adulto, serio, peinado a la gomina, boca rígida. Poco amigable igual más llanto. Al apretar un botón en su pequeña espalda, el cabeci-deforme largaba esta frase en un español neutro: "no soy un médico, soy un científico" - "no soy un médico, soy un científico". ¡¡¡¡¡Un científico loco, me dije yo, este Antonopupolos!!!! Mi hijo no dejó de llorar hasta que yo, no pude evitarlo, me puse a reír. Antonononopupolus dijo:"las ciencias médicas siempre sirven para algo". No soy una paciente, soy una blogger. Flor de realismo

domingo, 8 de abril de 2012

El perrito caraculo



Según Chus, estamos en la era de los perros feos.
Durante nuestro último viaje, recordando a su viejo pichicho -ya difunto-, nos preguntábamos por qué ya no veíamos variación de perros, gente con perro normal, así, de esos de hocico largo, pata larga, pelo marroncito. El perro de Chaplin, el de Annie, el de Diógenes. Esos perros de la calle, los adoptados de la vida, los cariñosos a toda hora, los que los dejás en la calle mientras hacés las compras y lloran porque te ven desde afuera del escaparate y te extrañan. Esos.
Yo le conté que hace rato, tanto aquí como del otro lado del océano, vengo encontrándome con un mismo tipo de perro, un tipo, a mi parecer, tan feo como simpático...bueno, esto lo dejo para más adelante.
Estos canes son como una especie de mutación, un perro de invernadero, un kiwi de perro. Yo, hasta que Sunny no me dijo que en Italia le dicen carlinos (y símil, o mejor, post-carlinos, porque parece que carlino carlino del todo no son), les decía caraculos.
Y sí, son perritos enojados, un boxer enano, chueco, retacón, de cola enrulada como un puerco y de hocico negro por el cual apenas pueden respirar. Vienen en clarito, como en la fotos (carlinos) o bicolores (post-carlinos). Más que ladrar, jadean, babean. Así y todo, hasta hoy los consideraba simpáticos a los caraculeiros estos.

Hoy, al fin, salió el sol. Me puse mis botitas de gamuza, marroncitas, nuevas, chic. Paro en el semáforo, contenta, soleada. No lo oí jadear, ni siquiera acercarse (llevaba el heavy metal en las orejas)...en menos de un segundo un caraculo estaba pasando la lengua por mi botita, marroncita, nueva, chic. De abajo hacia arriba, lentamente, mirándome a los ojos. Shhhwaaaaaampftftp.
Ya probé pasarle de todo, pero la lengua del caraculo allí quedó estampada. Perfectamente dibujada, cruzando la gamuza de izquierda a derecha. Como un último beso, como un recuerdo imborrable del mundo de los feos en el que me toca vivir.

LeliaguauDoria

viernes, 30 de marzo de 2012

Vida de yapa



Salir a correr y encontrarte un zoquete blanco y perfumado en medio de la calle, rodeado de las flores que desprenden los cerezos en la primavera, es algo que solo puede ocurrir de este lado del océano. Convengamos que en Buenos Aires, en plena city, nadie cuelga sábanas, bragas/tangas, zoquetes/calcetines en un tendedero que da a la calle, y no me estoy refiriendo a lo que puede verse por algún barrio más tradicionalmente porteño, esto es, balconcito con ténder, estoy hablando de esos que abajo no tienen nada, que son solo cuerdita.
Yo vivo en un barrio madrileño bien céntrico, en una especie de Avenida Santa fe (para darnos una idea), una 9 de julio de donde cuelgan los interiores de los habitantes de la Península. Al aterrizar, hace ya muchos años, achaqué este exceso de confianza, esta manía impúdica, al mal gusto, a la falta de elegancia de los lugareños. Burra de mí, mis viajes por Europa me hicieron ver que en el Viejo Mundo no importa que los transeúntes sepan si usás cola-less/hilo dental o culotte. Debo confesar el vértigo que hoy día me supone colgar la ropa y no ver nada abajo. Y que he perdido en estos años una variada cantidad de ropa interior que me ha caído de las manos. Impericia ante la impudicia.
Bueno, toda esto viene a cuento de que ayer salí a correr. Era ya de noche y las farolas que bordean el río estaban encendidas, era una noche tibia, de esas que te refrescan la cara efecto lifting natural. Iba trotando con Judas Priest en mis orejas. Entre la sombra de los arbustos y la luz mortecina apareció una señora con un abrigo marrón clarito. Tal vez venía caminando hacia mí desde mucho antes, pero mi miopía, Judas Priest, y mi mundo paralelo evitaron que la percibiera hasta que estuvo frente a mí. Van a pensar que estoy loca, pero sabía que me iba a hablar.
Yo suelo detenerme o, al menos, observar los movimientos de los ciegos. No me gusta intervenir directamente, porque creo que su dominio del espacio es mucho más preciso que el de los videntes, pero sí me acerco a ellos sigilosamente, por si llegaran a necesitar alguna ayuda, no sé, delirios de una miope. Además, yo sabía que la señora me quería hablar. Me quité los auriculares:

-Ten cuidado si vas por este camino, porque hay una farola que pronto va a explotar.

Eso me dijo. Y luego me contó que cerca de su casa (estoy segura que me habló de la calle Santa fe, a pesar de que aquí no hay calles con ese nombre) ya había pasado que de golpe estallaran los vidrios de las farolas.

-Yo no las veo, pero puedo escucharlas. Ten cuidado.

Y siguió su camino. La creí un poquito trastornada, pero igualmente le prometí que tendría cuidado, mientras miraba su dedo índice que apuntaba hacia arriba, y el esmalte rojo de sus uñas, saltado muy probablemente desde hacía meses.
Seguí con mi rutina ¿media hora, tres cuartos de hora? más. Volví caminando del otro lado del río, ya en la recta final, mientras Halford remataba las últimas notas de Diamonds and rust. Ahí fue cuando percibí un click minúsculo, un aletear de libélula. Cruce el puente mientras la farola última desparramaba sus vidrios por el camino de piedra ahora apenas iluminado.
Entonces vi el zoquete tan blanco, tan perfumado, entre las flores de cerezo.

Lelia