viernes, 30 de marzo de 2012

Vida de yapa



Salir a correr y encontrarte un zoquete blanco y perfumado en medio de la calle, rodeado de las flores que desprenden los cerezos en la primavera, es algo que solo puede ocurrir de este lado del océano. Convengamos que en Buenos Aires, en plena city, nadie cuelga sábanas, bragas/tangas, zoquetes/calcetines en un tendedero que da a la calle, y no me estoy refiriendo a lo que puede verse por algún barrio más tradicionalmente porteño, esto es, balconcito con ténder, estoy hablando de esos que abajo no tienen nada, que son solo cuerdita.
Yo vivo en un barrio madrileño bien céntrico, en una especie de Avenida Santa fe (para darnos una idea), una 9 de julio de donde cuelgan los interiores de los habitantes de la Península. Al aterrizar, hace ya muchos años, achaqué este exceso de confianza, esta manía impúdica, al mal gusto, a la falta de elegancia de los lugareños. Burra de mí, mis viajes por Europa me hicieron ver que en el Viejo Mundo no importa que los transeúntes sepan si usás cola-less/hilo dental o culotte. Debo confesar el vértigo que hoy día me supone colgar la ropa y no ver nada abajo. Y que he perdido en estos años una variada cantidad de ropa interior que me ha caído de las manos. Impericia ante la impudicia.
Bueno, toda esto viene a cuento de que ayer salí a correr. Era ya de noche y las farolas que bordean el río estaban encendidas, era una noche tibia, de esas que te refrescan la cara efecto lifting natural. Iba trotando con Judas Priest en mis orejas. Entre la sombra de los arbustos y la luz mortecina apareció una señora con un abrigo marrón clarito. Tal vez venía caminando hacia mí desde mucho antes, pero mi miopía, Judas Priest, y mi mundo paralelo evitaron que la percibiera hasta que estuvo frente a mí. Van a pensar que estoy loca, pero sabía que me iba a hablar.
Yo suelo detenerme o, al menos, observar los movimientos de los ciegos. No me gusta intervenir directamente, porque creo que su dominio del espacio es mucho más preciso que el de los videntes, pero sí me acerco a ellos sigilosamente, por si llegaran a necesitar alguna ayuda, no sé, delirios de una miope. Además, yo sabía que la señora me quería hablar. Me quité los auriculares:

-Ten cuidado si vas por este camino, porque hay una farola que pronto va a explotar.

Eso me dijo. Y luego me contó que cerca de su casa (estoy segura que me habló de la calle Santa fe, a pesar de que aquí no hay calles con ese nombre) ya había pasado que de golpe estallaran los vidrios de las farolas.

-Yo no las veo, pero puedo escucharlas. Ten cuidado.

Y siguió su camino. La creí un poquito trastornada, pero igualmente le prometí que tendría cuidado, mientras miraba su dedo índice que apuntaba hacia arriba, y el esmalte rojo de sus uñas, saltado muy probablemente desde hacía meses.
Seguí con mi rutina ¿media hora, tres cuartos de hora? más. Volví caminando del otro lado del río, ya en la recta final, mientras Halford remataba las últimas notas de Diamonds and rust. Ahí fue cuando percibí un click minúsculo, un aletear de libélula. Cruce el puente mientras la farola última desparramaba sus vidrios por el camino de piedra ahora apenas iluminado.
Entonces vi el zoquete tan blanco, tan perfumado, entre las flores de cerezo.

Lelia

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