miércoles, 1 de junio de 2011

Nin creo que lo falle


Hace unos meses sufrí mi última desventura amorosa, que no fue ni mejor ni peor que las otras, ni la más dolorosa ni la más difícil de olvidar. Pero era la última y por eso debía soportarla. Estoicamente, como toda desventura que se precie de ser y como toda chica mala que soy. Pero el invierno aquí es cruel y te regala mil momentos de los tantos fines de semana vacíos para que reflexiones sobre la incertidumbre, la inexplicabilidad, las vidas en otras galaxias y las luces que se ven de noche en el Santo Ignacio de Monte.
En la pared del baño anoté un sábado:

Yo, Johana Ruiz, la sobredich' arçipresta de Hita,
pero que mi coraçón de trobar non se quita
nunca fallé tal omne como a vós Amor pinta
nin creo que lo falle en toda esta cohita.

Se me dio, un mediodía, por empezar a suponer una relación causa-consecuencia en la serie de hechos desafortunados de los últimos años, mientras esperaba que, aunque fuera por unos minutos, Ramón saliera a acomodar el espantapájaros de su huerta (bajo la lluvia) y que su mujer -instantáneamente- lo llamara. Como Ramón era el centro de mis pensamientos había pasado por alto fijarme en la guardería de niños que funciona entre su casa y la mía. Ese mediodía me di cuenta de que había sido en el verano la última vez que había escuchado algunos niñitos gritar en el jardín, saludar a Ramón entre el enrejado, o meterse en la casita de madera. La verdad es que, como parte de la serie de hechos desafortunados, no les había prestado mucha atención. Pero el déficit amoroso siempre lleva a reflexionar acerca de ese lado maternal que es incapaz de materializarse por razones ligadas a la inexplicabilidad o a las luces que se ven de noche en Santo Ignacio do Monte, y debe ser que, por eso, cuando me estaba preparando para ir al súper, vinieron a mi cabeza los nenes y sus berridos. Y mi imagen a través del cristal de la ventana observándolos, como en una peli de suspenso de los setenta. De pie y con un sweater rojo.
Fue poner un pie en la calle, abrir el paraguas y encontrarme a Marta, que iba a los de los viejitos a comprar cigarrillos:
-¿Has visto que se han marchao los de la guardería de los niños? Parece que le han quedao debiendo no sé cuánto al fisco y se han esfumao, tía. Flipa. Es que ya no se puede confiar ni en los que te cuidan a los críos.

Marta levantaba párpados y cejas y sus gafas de pasta negra se movían mientras se llenaban de gotitas. Yo pensaba en cómo me vería Marta en ese momento a través del cristal.

Volví con las bolsas del súper y con el paraguas roto. Era verdad, el jardincito de la guardería estaba todo lleno de maleza. El pasto se había comido una pared de la casita de madera, y un cochecito permanecía tan inmóvil como yo detrás del cristal.
LLDDoura
Véase foto superior para confirmar todos estos datos.

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