miércoles, 9 de febrero de 2011

Magia simpática


Tengo que contarlo. Por más que piensen que estoy medio trulada (cosa que piensa mucha gente, aun la que "me quiere"). A ver, cómo se los digo sin dar muchas vueltas. Resulta que mi amiga la Tatami me dejó una manta-colcha (según quien articule el término) muy bonita. Azul, verde manzana, celeste, toda en cuadraditos. Hace juego con una funda de almohada que puse de adorno en medio de la cama, también azul, verde manzana, celeste, toda en cuadraditos. En el pueblo no tengo muchas cosas. Ya casi todos saben que hace seis años ando de trotamundos y recibo con gusto todas las donaciones de otros nómades como yo que en algún momento emigran a nuevas latitudes. Bueno, sigo. La Tatami se fue al Norte y me dejó la manta-colcha (también podría llamarla cobertor-acolchado , para seguir con el tándem península-cono sur). Obviamente, yo la metí en el lavarropas-lavadora y cuando estuvo sequita (pasaron varios días, recuérdese la lluvia de la que siempre hablo) me la llevé al cuarto.
Confieso: tengo alergia a la plancha.
Cada prenda de vestir que compro lleva consigo una meditación primera: qué bueno, casi no se debe arrugar. En mi vida compraría un pantalón de lino o una camisa algodón 100%. Prefiero una mezcla en la etiqueta, que te avisa que viene con lycra que nunca traiciona y se te pega a la osamenta.
Cuando acabó de dar vueltas el lavarropas-lavadora, estiré la manta-colcha en la cama y pude corroborar que la lycra allí no habitaba. La arrugas pasaban por todos los cuadraditos, se plegaban en los vértices, hacían montañitas...En fin, dije, con los meses se estirará. Y me fui a trabajar a la sala 102, donde habita la Antonia, que me llama gorrión por el modo en el que encaro mi tupper de medio día. Volví a casa, como siempre, a eso de las ocho de noche, después de saludar al señor birulí en el pasillo del segundo piso, cruzar el parking de luces mortecinas, mirar cómo los árboles se hacen dragones bajo los faroles y pasar por el bar de los viejitos. Abrí la puerta del cuarto y...la manta-colcha estaba PLANCHADA. Sí, les juro, toda entera ella estiradita, sin una arruga, como después de un lifting con el Dr. Pitanguy. Con el abrigo puesto y los libros en la mano, le toqué la puerta a Márika: ¿che, vos entraste hoy a mi cuarto...estuviste planchando?-No, cómo voy a hacer eso sin tu permiso...Además no me dejaste llaves-Ah, cierto.
Volví al cuarto. Volví a observar la manta-colcha ahora perfecta, como de hotel. Me fui a dormir. A la mañana estaba la pobre otra vez toda arrugada. Claro, tengo que confesar otra cosa: mi forma de dormir implica dar sucesivas vueltas en la cama, de izquierda a derecha, mover almohadas arriba y abajo.
Con mi café con leche matinal a medias, hice la cama con el mismo presupuesto: ya se desarrugará otra vez con los meses. Volví de la 102 a las ocho. Otra vez estiradita, impecable. Y así todos estos meses. Uno a uno. Día a día. Sin excepción.
Un día le pregunté a Antonia por alguna explicación acerca de la manta-colcha. Me dijo que había leido en internet que ahora hay ropa con nanotecnología (o algo así), que no se arruga ni ensucia. Yo pensé en mi manta-colcha que la Tatami había comprado en el super de oferta. No pude relacionarla con nada nano. Estrella, que me sirve el café a las once en la cafetería de la planta baja, me contó que una tienda en Amsterdam trabaja unas telas que no se planchan, y que ahí hacen las listas de bodas "los ricos". Tampoco ahí encajé el perfil de la manta-colcha a cuadraditos.
Conclusión: creo que un hombrecillo me plancha la manta-colcha todas las tardes. Un espíritu noble que se apiada de mi incapacidad para agarrar ese objeto que se calienta por la parte inferior. Un duende que sabe de mis cuitas, porque me mira mientras doy vueltas de izquierda a derecha, almohada arriba, almohada abajo, mientras duermo. Un hombrecillo que me quita una sonrisa cuando llego con los pies mojados a las ocho de la noche y abro la puerta de mi cuarto. Casi un final feliz.
Lelia Doura

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