martes, 13 de diciembre de 2011

Té de menta


Pasábamos los veranos enteros en la casita de la playa. Nos íbamos después de Año Nuevo y recién volvíamos, cabizbajas, cuando empezaban las clases. No existía el protector solar. Mi mamá nos cocinaba al sol, y apenas usábamos unos sombreros de jean azul oscuro que ella nos había cosido.
El pueblo era y es bastante feo, pero, para ese entonces, el asfalto no había llegado, y las calles de arena le daban al paisaje que se veía por la ventana un toque virreinal o, al menos, de expedición a la Pampa. Más aún cuando los gauchos de la estancia Los Ingleses venían en sus caballos a buscar a mi vecino Juan. Doblaban por la esquina levantando una nube de polvo tal que parecían salidos de un sueño. Mamá decía que lo hacían para impresionar a los de la capital, en este caso, nosotros.
A mi hermana, en ese tiempo, hermanita, le daban miedo los caballos. A mí no. Por eso, cuando los gauchos entraban en la casa de Juan, aprovechaba y cruzaba la calle de arena para acariciarlos, hasta que alguien venía a tironearme del brazo, diciendo que me podían patear. Me acuerdo que uno de los caballos era tuerto, y que tenía un parche negro como el de un pirata. Yo le hacía caricias en el cuello y me parecía que era feliz, porque se quedaba quietito y cerraba su único ojo.

Aunque me gustan los días de sol, debo confesar que los recuerdos de mi infancia se recortan principalmente sobre una serie de días nublados o de lluvia. Muchos puedo todavía describirlos con precisión.
Cuando estábamos en la playa y hacía frío nos quedábamos en casa y mi mamá y mi abuela aprovechaban para hacer rosquitas. Ellas preparaban la masa y nostras nos dedicábamos a fabricar anillos. Mientras se freían, me mandaban a cortar mentitas.
Solo tomábamos té de menta esos días. Las plantitas crecían alrededor de la casa, entre la vereda que la bordeaba y sus paredes. Parece que con poca tierra se conformaban.
Una tarde se me ocurrió inventarle a mi hermana que había visto un enanito atrás de las mentas.

-¿Pero cómo que había un enanito?
-Sí, cuando fui a arrancar unas hojitas, me saludó.
-¿Y cómo era?
-Chiquito
-¿Era bueno?

El cuento del enanito de las mentas empezó a crecer tanto que, algunas veces, cuando iba con mi canasta al almacén de Coca, me parecía ver que algo caminaba entre ellas.
El año que asfaltaron la calle dejaron de salir. Por eso, cuando me dijiste:

-Yo tenía una plantita de menta, pero me dediqué a matarla poco a poco.

No te dije nada, pero me quedé pensando que no deberías, por si al enanito se le ocurre volver.


Lely a Dou ra


No hay comentarios:

Publicar un comentario