viernes, 17 de diciembre de 2010

No me mires


Llegó de la oficina como casi todos los días a las siete y media. La caminata de casi media hora, sumada al peso de la bolsa del supermercado y los dos pisos por escalera la habían dejado sin aliento. Como casi todos los días. Encendió la luz del pasillo y se miró al espejo de reojo. Pudo ver las pequeñas arrugas alrededor de sus ojos todavía rojos e hinchados por el viento frío de la calle. Acomodó cada lata y las manzanas verdes. Todo seguía igual. El murmullo de algún vecino, los coches pasando rápido por la calle. Adentro, los mismos muebles (una mesita, un sillón con dos almohadones de terciopelo), la misma ausencia. La inercia que acompaña el discurrir de cada ser humano se esparcía por los sesenta metros que la rodeaban.
Ya no había luz, por eso encendió la lámpara de pie de la sala. En unos minutos la bañera estaría llena. Su cuerpo diminuto, frágil como un lirio, se hundió escuchando el ruido del grifo. Así era insensible al olvido. Bajo el agua las miradas de ellos se perdían por los pasillos. Ahora ni siquiera le importaba eso que a todos les importa, su cola de sirena crecía tanto, tanto, que caía por el piso del baño ocultando el dibujo de los mosaicos amarillos.

Lelia Doura

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