lunes, 29 de noviembre de 2010

Empanadita de la fortuna

Desde hace meses me especializo en la elaboración artesanal de empanaditas chinas que llevo a domicilio. Logro prepararlas tal cual las venden en Alabama pero la gran diferencia es que quienes compran las de carne, me confesaron que le ponen en la superficie un toque de chimichurri. No me explico por qué hacen esto. Supongo que como saben que la manufactura es nacional, se les viene el gesto patriótico casi, la imitación de la tradición gaucha. Matsuo Pallo, el maestro, es uno de esos y mi más asiduo cliente.
El pasado viernes me dirigí a su depto de La Paternal con una bandejita que soportaba el peso de una docena y media de empanaditas chinas. Me agradeció el pedido como si fuera un regalo. Me convidó un té de jazmín que yo acepté gustosamente y mientras él las guardaba en la heladera, yo me adelanté al balcón terraza que se me presentaba a los ojos como un verdadero jardín zen. Cuencos con agua en movimiento, plantas de distintas texturas, piedras platillo y jazmines varios se conjugaban en un silencio atrapante. Intuí que el té que estaba tomando era extraído de sus propias macetas y me pareció una experiencia única. Esto duró poco porque descubrí a su gato siamés orinando en una maceta con la placidez de un monje.
Matsuo Pallo apareció detrás mío y dijo algo chistoso sobre el jardín de infantes que se vislumbraba debajo. Un grupo de chicos con delantales naranjas hacían una ronda y cantaban algo sobre un pescador. Entonces, el maestro estiró su dedo índice como una vara y llevó mi mirada hacia dos nenes. Ellos jugaban al ping pong con unas paletitas casi diminutas. Uno era mejor que el otro pero parecían divertirse por igual. Matsuo sentenció: Lo pequeño es un reflejo de lo divino.
Yo me quedé un poco perpleja pero me sentí afortunada de estar a su lado. De inmediato, esa frase me recordó su fanatismo por las empanaditas chinas.

Serenella

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