lunes, 29 de noviembre de 2010

El maestro


Después del episodio del ratón muerto una angustia difusa se apoderó durante semanas de mi corazón. Fue entonces que decidí visitar a Matsuo Pallo en busca de consejo. La sola decisión mudó algo en mi espíritu. La noche previa a la visita soñé con un Juego Perfecto ante un rival gigante y desconocido. El partido era largo y resultaba imposible determinar quién ganaría, pero yo sabía que la clave de mi juego era no pensar en ello y moverme con soltura, despreocupación y alegría.
El maestro Matsuo Pallo vive en un monoambiente de la Paternal. Es un quinto piso por escalera (sin expensas) con balcón terraza a contrafrente. Allí nos sentamos cuando llegué, en sendas reposeras, pero Matsuo enseguida me pidió que bajara al maxikiosco de la esquina a buscar cigarrillos y un cartón de Toto Bingo. Cumplí el encargo y después sí nos acomodamos en el balcón, que da al patio de un jardín de infantes. “Vista a jardines”, dijo el maestro, y empezó a reírse sin parar, a carcajadas. Le dio un acceso de tos y tuve que palmearle la espalda para que no se ahogara. Cuando se le pasó, me miró directo a los ojos y dijo: “Morir riendo o vivir llorando. ¡Elija!”. Yo tartamudeé. El meneó la cabeza y murmuró: “Vaya a comprar unas cervezas, haga el favor”.
No me atreví a pedirle envases. Bajé por segunda vez. Cuando volví, Matsuo se estaba cortando las uñas de los pies. También había preparado los vasos, un platito de mortadela y otro de maní con cáscara. Bebimos en silencio mirando el cielo azul. Las nubes, muy pequeñas, se desplazaban a gran velocidad. Desde el patio subían las voces de los chicos jugando. El maestro dijo: “Todo lo que se mueve parece querer llegar alguna parte. Páseme el maní”.
Tras el segundo vaso de alcohol sentí que mis tensiones se aflojaban, y le a hablé a Matsuo de mi angustia, y de mi sueño de la noche anterior. Él bebió cinco o seis sorbos casi sin respirar, elevó el vaso vacío a la altura de su rostro y se lo quedó mirando. Después dijo: “Yo anoche soñé que me mudaba al baño y me comía un pollo al spiedo”. Luego se paró, entró al departamento y volvió a salir con una pelotita de ping pong. Tomó el encendedor y acercó la llama a la pelotita. ¡FSST!, se escuchó. En menos de un segundo la pelotita había desaparecido por completo. Quedaba nada. El maestro sonrió. “La próxima vez que venga tráigame la quinta temporada de Lost”, dijo. Entendí que con eso daba por terminada mi visita, y le prometí que así lo haría. Bajé los cinco pisos y salí a la calle extrañamente renovado, contento, ligero como un barrilete taiwanés.

Alerón

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