lunes, 29 de noviembre de 2010

Algo huele mal en Alabama


La oscura, húmeda y silenciosa geografía de Alabama, este sábado, apenas matizada por el runrún de tres mujeres chinas. La madre y sus dos hijas, una vestida de blanco, la otra de rojo, ambas con un calzado difícil de definir, aledaño a la pantufla. Es la hora de la cena y las cazuelas humean sobre la mesa redonda, justo a un lado de la escalera que conduce a nuestros dominios. El Muro y yo intercambiamos breves y corteses fonemas con las mujeres y luego iniciamos el Descenso. Enseguida, algo golpea con violencia nuestro olfato. No se trata de alguna exótica especia asiática. Es un olor que repele. Un olor que le pide a la nariz que distribuya un mensaje urgente al resto del cuerpo: “Huye mientras puedas, insensato”. Pero con el Muro hemos llegado hasta allí desafiando al Miedo en un peligroso viaje sobre ruedas, y además cae la Noche, y además estamos juntos. Nuestra sed de peligros es infinita. Tras esa breve vacilación del cuerpo, pues, continuamos el Descenso. Esta vez nos acompañaba un can, dispuesto tal vez a oficiar como mensajero entre ambos mundos: el de las tres mujeres allá arriba, y el de los tres hombres aquí abajo (a esa altura, Chiquito se ha sumado en musculosa a la partida). El can ejerce su compañía despreocupada y bondadosa igual que si estuviera en algún paraje de la campiña británica correteando plumíferos con Andy Murray. El Muro arriesga que acaso su servicio de mensajería conecte tres mundos, y no dos como yo acabo de proponer. Esa suposición se la inspira al Muro la singular tensión del rabo del perro, que semeja una antena direccionada hacia el infinito.
Desplegamos El Juego sobre la mesa. Los efectos del tiempo transcurrido desde la partida anterior sobre nuestras habilidades son menos severos de lo que esperábamos. El Juego sabe ser generoso y distribuir sus dones. Los errores no forzados equiparan los scores. Nos alternamos triunfos y derrotas.
Ahora bien: yo recuerdo perfectamente, porque me maravilló siendo muy joven, el último episodio de la película Sueños, del japonés Akira Kurosawa (y que ahora, casi como otro sueño, Usted puede verlo aquí), donde se muestra una aldea en la que el Hombre y la Naturaleza conviven en armonía, y la Muerte es ocasión de celebración, tanto como lo fue la Vida. Nada de eso, sin embargo, me vino a la cabeza cuando, casi terminando El Juego, descubrí la causa del fuerte olor que habíamos percibido al llegar: un ratón muerto en proceso de Descomposición. Más bien recordé esta otra escena, cuya traducción al porteño, según el poeta E. Zaidenwerg, podría ser así:

“Ser o no ser, papá, la cosa es ésa:
¿qué te conviene más a vos, bancarte
piola las biabas del destino puto,
o hacerte el guapo si las papas queman
y defender lo tuyo? Morir: apoliyar;
nomás, y terminar, apoliyando,
con el dolor de huevos y la mufa
que nos viene en los genes: la verdad,
qué bueno que estaría. Morir, apoliyar;
a lo mejor soñar, ésa es la joda:
porque, guarda, pensemos en los sueños
que, a lo mejor, al estirar la pata,
nos vengan a joder: ése es el tema
que hace que todo mal dure cien años;
¿o quién se bancaría ser un viejo choto,
las injusticias del poder de turno,
que le haga cara de asco un engrupido,
que una mina lo deje, a los corruptos
de la corte suprema, hacer mil colas
por la jubilación, y que los chantas
se rían en la cara del honesto,
cuando podría terminar con todo
con un tiro en la boca? ¿Quién, acaso,
querría laburar de sol a sombra,
si no fuera por miedo a lo que viene
después que se te para el corazón,
esa tierra de nadie, que te atonta
las neuronas, y te hace andar diciendo:
“más vale malo conocido que
bueno por conocer”; y así, ya ves,
nos hace ser cagones pensar tanto:
cuando decías “no me para nadie”,
“salgo a romper la noche”, “ésta es la mía”
te ponés a pensar, te cagás en las patas
y te quedás en las gateras. ¡Shhhhh…!
Quedate piola, Ofelia, y cuando reces
no te olvidés de las macanas que hice.”

Al teminar El Juego, El Muro advirtió a una de las mujeres chinas sobre nuestro hallazgo. Después salimos. La luna, en cuarto creciente, tenía el aspecto de una hoz, y en Palermo los restoranes empezaban a llenarse.

Alerón

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