jueves, 6 de enero de 2011

Palabra de madre


Estuve la semana pasada de vacaciones en una isla. Me alojé en uno de esos resorts con enormes piscinas y salones de baile. Lástima que era invierno y el agua estaba fría, y que siempre detesté los bailes de salón. Pero, sin lugar a dudas, lo mejor del Jardín de Mar eran sus noches cena-baile-show. A eso de las ocho y media-nueve el comedor se llenaba de grupos de ancianos en busca de comida y pasodobles, parejas de recién casados que, obviamente, habían empezado mal su vida marital, ya que nadie en su sano juicio podría encontrar una pizca de romanticismo, erotismo o cosa similar en un edificio con tres ascensores, miles de cuartos pegoteados y animadores varios, además de un DJ centroamericano y camareros salidos del Crucero del amor.
Entre los seres mágicos que pululaban cada noche por la barra self-service estaba la familia deutsche. Eran cuatro: hija de 20 años, cara de reventada; hijo de 25, dueño de diversos sweaters estilo ochenta, de esos que ya no se consiguen; marido con cadena y pulsera de oro; señora de pelo naranja rojizo koleston, uñas XL color celeste, kilos acumulados en la zona del abdomen (eso que en la piscina había clase diaria de aquagym) y sandalias de taco alto con media con puntera. Se sentaban en una mesa estrictamente de cuatro personas (las había más grandes; pero les debía gustar rozarse los hombros). En fila india traían diversos platos de comida y postre que apiñaban en el centro de la mesa a medida que los acababan. Nunca, en toda la semana en la que cené y escuché al animador cantar los grandes éxitos de las Azúcar Moreno, vi hablar en esa familia a otra persona que no fuera la madre. La señora era la dueña del micrófono. Largaba su rollo por más o menos media hora mientras los platos se acumulaban. Después, levantaba su larga uña celeste, la del dedo índice, y se iban todos a jugar a las cartas al salón de al lado. En estricto silencio.
Han pasado unas semanas desde que volví. Todavía siento pena por esa familia. Me imagino a los hijos, de vuelta en la casa, encerrados en sus cuartos, rezando para que nunca llegue la hora de cenar, y a lady red intentando pintarse las uñas del pie mientras los rollitos se le trepan sobre la cintura alta de un pantalón amarillo patito.
LD

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