lunes, 2 de enero de 2012

Un caballito de mar



Esta es la tercera o la segunda vez que llueve para fin de año. Según mi vecina, la del tercero C, el agua siempre es un buen augurio, es como lo de la suerte y las novias que se casan cuando llueve. Pero a mí me suena a premio consuelo, porque se les moja el vestido. Mejor es lo que decía mi Tía Pura cuando tomábamos mate en el jardín en esas tardes: "Llueve y sale el sol, se casa una vieja".

Este año no llovió demasiado, aunque lo suficiente para que me resbalase por la calle o para que no pudiera dejarme el pelo suelto después de lavármelo por miedo a quedar como un Michael Jackson a los nueve años.

Llegábamos tarde a la cena, eran casi las once, un coche y una ruta oscura. Robert Mitchum cantaba en la radio y las gotitas se pegaban al vidrio. Pabla las combatía con el parabrisas, y yo sentía que la lluvia olía a alga.

-Imposible, porque aquí no hay mar.

Y sí, las botitas que llevaba no eran para una noche de lluvia y me patiné varias veces por la calle de la Rosa hasta llegar a la casa de Beni. Cuando abrí la puerta, Antonia estaba bailando una de Massiel con una copa de cristal en la mano. Adentro, un poco dormido, flotaba un anillo de oro... Anto la zarandeaba para todos lados y el champagne caía sobre el piso haciendo un ruido que me hacía acordar a los jueguitos de agua de mi infancia. Yo tenía uno que apretabas dos botones naranjas para meter una bolita en una cesta de básquet.

-¡Pero todavía no son las doce!
-¿No? Pues para mí siempre son las doce.
-¿Como la Cenicienta?

Siempre pensé que los zapatitos de cristal deben ser muy incómodos.

Llovía, pero salimos igual. Éramos un grupo numeroso y variopinto, y por eso enseguida nos dispersamos. Antonia y yo terminamos en un bar a un par de calles de lo de Beni. Una señora muy bajita me puso un gorro de payaso en la cabeza y me dijo que me quedaba precioso. Era dorado, medio metalizado.

Como a Cenicienta, seré repetitiva, pero a mí también me quedaban incómodas las botas, por eso volvimos a la casa. Eran las cinco o las seis, hora de apagarse. Me descalcé y me metí en una de las camas. Antonia ya dormía, panza arriba y son los anteojos puestos. Roncó y roncó, y me pateó, y su móvil sonó sin para hasta las diez de la mañana. Que si eran los peludos que lo llamaban para felicitarle el año, que si Beni desde la discoteca para contarle del marroquí que le daba charla...

Salí de la cama a eso de las diez. Hacía frío y ni Beni ni ninguno de los invitados que pernoctarían en la casa habían llegado. Decidí buscar una actividad con el fin de no helarme y de evitar los ronquidos, que crecían junto con la luz que entraba por la ventana. Lo mejor era lavar los platos. Había muchos. Eso me mantendría activa, al menos, por más de media hora. Llené la pileta de agua y de detergente, y la cocina se volvió un océano. Entre las copas que me esperaban sobre la mesa estaba la de Antonia. El anillo había sobrevivido y dormía en el fondo, el muy payaso, como un caballito de mar.

Lelia Oura

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