sábado, 19 de noviembre de 2011

Hay un gitano
























Llevo un turbante en la cabeza. Voy a dejar una taza a la cocina y pregunto:

-Che, ¿lo escucharon al gitano?
-¿Qué gitano?
-Uno que canta tipo Gypsy Kings.
-En los días de mi vida.
-Qué raro, hoy es la segunda vez que lo escucho. La primera, pensé que era el portero que tenía la radio muy alta.

Son más o menos las dos de la tarde.
Vivo en esta casa hace poco más de un mes. Lo raro es que lo que les voy a contar no me pasó en cuanto llegué a la casa, sino hace un par de días o una semana. Es esperable que a lo largo de este mes me haya duchado unas treinta veces (una por día), o unas veintiocho, si cuento los domingos que me quedo en pijama hasta el lunes a la mañana. Pero nunca lo había escuchado.
Sin embargo, hace unos días o una semana cantó para mí. Entró por la ventana del baño, mientras estaba en la ducha, un cantejondo barrial, muy visceral, debo decir, y también macarrilla, muy Torrente. Y este es todo un punto, porque el portero de esta casa podría tranquilamente ser uno de los integrantes de las pandillas de las pelis de Torrente. De él hablaré otro día.

-¿En serio que nunca escuchaste al gitano desde la ventanita del baño? A mí ya es la segunda vez que me toca mientras me ducho. La primera fue Bamboleiro y creo que también Mi Jaca. Esta de hoy ya no la conocía.

-¿Y te has fijao de donde venía, digo, la voz?
-Abrí la ventana, pero no sé, de algún costado.
-Imposible. Joé, si la señora del D debe tener setenta años, al menos.

Tendrá un amante gitano, de esos que venían por el olivar, bronce y sueño, pienso. Pero la voz de O suena incrédula y, por eso, me voy de la cocina sin prepararme el mate. Más tardé volveré.
Y mientras tanto camino hacia mi cuarto con la toalla en la mano y el pelo todavía pingando: No es la radio, porque a veces dice ole, o para y arranca de vuelta. No es mi imaginación, porque la canción de hoy no la conocía.

No me lo pude inventar al gitano. Puedo inventarme muchas cosas. Pero al gitano no.


Doura, Lelia

martes, 1 de noviembre de 2011

Me gusta decir gracias


El día de la defensa de mi tesis no tuvo nada de excepcional, salvo que estaba defendiendo una enormidad de objeto de estudio en el que hacía años buceaba. Pero no hubo nada de paranormal o mágico en ese día. Alguna vez, cuando recién había empezado la carrera, me había imaginado en las caras de un tribunal maldito y avaro. El mío tuvo un poco de todo. Y nada más.
Pensé en lo místico del día, 15 de octubre, santa Teresa, las mujeres escritoras, el levitar, mi apego algo desmedido por la ciudad de Ávila y los veranos de estudio (y desamor) que allí pasé.

Eso sí, desde el momento en el que estaba sola en el baño, con los papeles por el piso, a las cinco y media de la mañana, repitiendo mi discurso mientras la Antonia me gritaba "frikiiiiii" desde su cama y se tomaba una dormidina para no soportar mi nerviosismo, hasta el momento en el que me senté en la silla de defensa, me parece que pasó una eternidad. Océanos de tiempo. Minutos como granitos de arena en el reloj que estaba en la casa de mis abuelos en Avellaneda. Nada como hacerlo girar, bajar las escaleras, y comprobar que aún no había acabado de caer la arenita. Felicidad de domingos.
Bajamos al bar en semi-pijama hacia las ocho. Repetí la lección con el café con leche con tostada mantequillada por demás sentada en la barra. Antonia fumaba (todavía se podía) y se reía de mí.

-Jaaaaaaaaa

Subimos a la habitación del hotel, me maquillé, encremé, perfumé (estas rutinas son más que habituales en mí), me puse mi vestido y mis guantes negros. Y listo. Ah, el vestido llevaba unos veinte años viviendo en diversos placards. Lo compré cuando empecé a salir con Enrique (en una de esas tantas veces fallidas) en un negocio que en ese entonces era "de marca", y en oferta. Lo arreglé (me hacía un defecto en mi traste redondo) y lo usé una sola vez no me acuerdo para qué. La segunda fue la del día de la defensa.

Los seis del tribunal, mi director, la Antonia y Pepe. Y yo. Nadie más. Sala de Juntas. Cortinas de terciopelo bordó. Muebles antiguos, enormes, tapizados en verde, y muy decimonónicos. Cuadros con los señores más eruditos del reino y el rey a la cabeza, faltaba más. Sala a media luz con lamparitas en forma de gota como las de la araña de mi casa, una mesa larga, frío (acentuado en mi caso por los nervios).
Todo muy medieval, muy románicas. Como tenía que ser, cuatro gatos locos en una sala oscura y antigua. Ni una sola foto, ni un chiste. Seriedad y oscuridad. Debate erudito de "esto le faltó, esto esta muy bien" versus "esto no lo hice porque tengo mis razones (y estoy compuesta y sin novio), esto ya sé que está bien, y lo que no está bien tiene también su razón". Aplausos y a comer.
Solo hubo una cosa rara, que es lo que aquí vengo a contar, porque esto no sería B de Bien Bizarro ni yo sería yo si no contara algo con olor a raruno.
Una aparición extraña. Yo la vi por el rabillo del ojo izquierdo (el más miope), pero no atiné a retener la imagen. Antonia la vio mejor.
Hubo un momento en el que se abrió la puerta principal, momento dos hojas de madera rechinando y un picaporte de bronce que gira. Una mujer joven entró y se sentó en los sillones verdes. Creo que tenía unos pantalones color rojo, pero a lo mejor, al igual que al narrador-protagonista del Aleph, a mi también me aqueja esa memoria porosa para el olvido.
Estuvo allí un buen rato mientras yo hablaba. Puedo imaginar ahora que me observaba y se sonreía, aunque tal vez apenas miraba. No sé cuándo, pero antes del debate del jurado se marchó. Mientras caminábamos hacia la salida, ya acabado el paripé y dispuestos a enfilar hacia el restaurant, varios de los integrantes del tribunal me interrogaron acerca de la extraña dama que entró mientras yo defendía mis papeles. Nunca lo supe, pero siempre me resultó cercana. Aún hoy podría decir que sin conocerla la conozco. No sé si había venido a llevarme o a visitarme. Sea como fuere, siempre creí que debía agradecerle por escucharme, por estar ahí, sentada en esos sillones verdes, a media luz, mientras afuera el sol brillaba.

Gracias.

Lelya